La ciudad no duerme. Solo cambia de rostro.
Las luces doradas del centro se desvanecen a medida que me interno en las entrañas de Nápoles, donde las sombras se alargan como brazos hambrientos y el aire se espesa con una mezcla de humedad, miseria y secretos. Aquí no hay guardaespaldas. Ni vestidos de diseñador. Ni rastros de la princesa de la mafia que alguna vez fui.
Solo está Isabella. La mujer que ya no tiene nada que perder.
Me cubro con una chaqueta de cuero ajena y me recojo el cabello en una gorra vieja. Cada paso me aleja más del palacio donde crecí y me acerca al mundo que mi padre siempre me prohibió. Irónico, ¿no? Que ahora, entre ratas y callejones que huelen a desesperanza, esté buscando la única verdad que podría salvarme.
O destruirnos a todos.
—No deberías estar aquí —gruñe un hombre en la esquina cuando paso frente a él.
Le devuelvo la mirada. Fría. Letal.
—Tú tampoco —respondo.
Sigo caminando.
Las direcciones que obtuve no eran exactas. Solo rumores, trazos de un fan