Los primeros rayos del sol se filtraron entre las cortinas, acariciando el rostro de Leah. Abrió lentamente los ojos; el cuello le dolía, sentía la rigidez de haber dormido en una mala posición. Estaba a punto de incorporarse cuando una voz masculina la sobresaltó.
—Maldita sea… —murmuró Kevin, con evidente fastidio. Hubo un golpe sordo, como si algo pesado hubiese caído al suelo. Leah no necesitó mirar para saber que había sido él. Decidió quedarse quieta, fingiendo dormir. Sí, fingir demencia. Lo mejor que podía hacer ahora.
—¿Qué estás haciendo ahí, Leah? Y no finjas, te veo mover las pestañas —la voz de Kevin sonó grave, irritada—. Abre los ojos, te estoy hablando. ¿Qué demonios haces en el sofá conmigo?
—Deja de gritar, nadie está sorda aquí —replicó Leah con desgano, sentándose lentamente.
—Te hice una pregunta, y estoy esperando una maldita respuesta —insistió él, cruzando los brazos.
—Te emborrachaste —respondió ella con serenidad, aunque sus ojos brillaban de fastidio—.