—No hay ningún problema —expresó Kevin con tono contenido—, pero me hubieras avisado que vendrías aquí. De esa manera habría venido contigo, y no cada uno por su lado.
Su voz sonaba calmada, aunque la molestia era evidente. Leah bajó la cabeza de inmediato; incluso sin alzar la voz, Kevin imponía respeto… o miedo.
—Lo siento —murmuró ella, la voz temblorosa.
Kevin se apartó sin responder y avanzó hacia la cabaña. Leah no tuvo más opción que seguirlo.
El hombre fue directo a la barra y sirvió whisky, mientras su esposa se acercó a la gran ventana de cristal desde la que se divisaba la playa bañada por la luz plateada de la luna. Desde allí podía ver la villa, diminuta a lo lejos. El silencio entre ambos era denso. Leah, de vez en cuando, lo observaba de reojo, cuidando de no ser descubierta. Se percató de que su marido ya había vaciado más de una copa… y no parecía detenerse.
Dos horas después, Kevin no se había movido. Frente a él reposaban dos botellas vacías. Leah, absorta en