El portazo de la cámara de tortura resonó como un disparo amortiguado en el silencio de hormigón del pasillo. Gianni Giorgetti permaneció arrodillado un instante más, las cadenas colgando inertes de sus muñecas ahora libres. Cada articulación era un nudo de fuego, cada músculo de la espalda una línea de lava viva bajo la camisa táctica destrozada. El aire frío de la base se coló por las rasgaduras de la tela, rozando las heridas abiertas como lenguas de hielo. Respiró hondo, conteniendo el gemido que amenazaba con escapar.
«Control. Siempre control»
Con una lentitud calculada, digna de un felino herido, pero aún peligroso, se puso de pie. La sangre había empapado la parte posterior del uniforme, enfriándose y pegando la tela áspera a las llagas. Un estremecimiento involuntario, casi imperceptible, recorrió su cuerpo. Enderezó la espalda con una elegancia desafiante, transformando el dolor en postura. La máscara de serenidad depredadora volvió a su rostro, aunque una palidez cerúlea se