El jet privado había surcado los cielos, llevando consigo una carga de furia contenida y un propósito siniestro. Horas después de dejar el calor desértico de Las Vegas, Gianni y Gabrielle se encontraban en la penumbra de una casa de alquiler en las afueras de Nueva York. El aire olía a polvo y a abandono, un escenario perfecto para la obra que estaban a punto de representar.
Vestidos de negro de pies a cabeza, con pasamontañas que exhibían calaveras sonrientes, eran sombras con ojos. Solo sus miradas delataban la intensidad que ardía dentro: los de Gianni, fríos y calculadores; los de Gabrielle, cargados de una impaciencia letal.
Gabrielle estaba recostado contra la pared de la sala, sus brazos cruzados, escudriñando la oscuridad más allá de las ventanas. Cada sentido, alerta. Gianni, en cambio, revolvía con una curiosidad metódica en los cajones de un viejo escritorio, su linterna táctil barriendo el interior polvoriento.
— Pareces un jodido niño curioseando — murmuró Gabrielle, su v