El rugido del Aston Martin negro se apagó frente a la imponente fachada de la mansión Volkov. Antes de que el eco muriera en el aire gélido, la enorme puerta de roble tallado se abrió con brusquedad, impulsada por manos invisibles pero alertadas por la llegada inusual. Ivanka saltó del asiento trasero, su figura esbelta una flecha negra contra la nieve, seguida de cerca por Serguéi y otro escolta monumental que cargaba el cuerpo inerte de Gianni Giorgetti entre ellos, como un fardo precioso y peligroso.
El vestíbulo, normalmente un templo de silencio opresivo, estalló en un caos contenido. Las empleadas, sombras grises y eficientes, aparecieron como por arte de magia, moviéndose con la rapidez silenciosa de fantasmas bien entrenados. Unas llevaban pilas de toallas blancas e inmaculadas, otras jofainas de agua caliente que humeaban en el aire frío, sus rostros impasibles pero sus ojos llenos de una curiosidad reprimida ante la sangre que manchaba el abrigo de seda negra de Gianni y el