La habitación estaba sumida en una penumbra acogedora, rota solo por los hilos de luz que se filtraban entre las cortinas. Ivanka yacía en la cama hecha un ovillo, abrazando una almohada como si fuera un ancla en medio de un mar de turbulencia. Su cuerpo estaba tenso, cada músculo alerta a pesar del agotamiento, encapsulada en una burbuja de dolor y autocompasión.
Ni siquiera notó la suave apertura de la puerta, ni los pasos silenciosos de Alessa sobre la alfombra. Solo cuando una mano cálida y suave se posó en su cabello, acariciándolo con una ternura que le resultaba casi ajena, reaccionó. Fue un movimiento instintivo, un manotón de defensa propia que apartó la mano de Alessa con una fuerza sorprendente. Se incorporó de golpe, sus ojos azules, inyectados y llenos de lágrimas no derramadas, se abrieron como platos, mirando a Alessa con un terror animal y una alerta que partió el corazón de la mujer.
Alessa se quedó inmóvil, su propia mano suspendida en el aire. No se sintió ofendida