El Bentley negro serpenteaba por la carretera desértica que llevaba a Summerlin. El silencio dentro del auto era tan pesado y opresivo como el calor que ondulaba sobre el asfalto. Ivanka miraba fijamente por la ventana, pero su vista no se enfocaba en el desierto árido que se desvanecía en un borrón dorado; estaba perdida en los recovecos oscuros de su propia mente, en los demonios que la acechaban.
Gabrielle y Gianni, sentados a cada lado, intercambiaron una mirada cargada de preocupación sobre la cabeza de ella. La tensión emanaba de Ivanka en ondas casi palpables. El viaje se sintió como una eternidad, un purgatorio rodante entre el aeropuerto y un enfrentamiento que ambos hombres intuían se avecinaba.
Cuando el auto se detuvo frente al hangar privado, la escena que se desarrolló fue un choque de mundos. Serguéi salió de la terminal como una figura salida de una película de espías: alto, impecable en su abrigo negro, gafas de sol espejadas, manos enguantadas. Arrastraba una maleta