La cámara era un cubículo frío, iluminado por una sola bombilla desnuda que colgaba del techo de hormigón. Cadenas gruesas, engrasadas y frías, colgaban de anclajes en las paredes. El aire olía a humedad, sudor viejo y miedo. Gianni estaba arrodillado en el centro del frío suelo de cemento.
Sus brazos estaban extendidos a los lados, las muñecas aprisionadas por esposas de acero unidas a cadenas que tiraban hacia los anclajes, forzándolo a una postura de crucifixión moderna. Había bajado la cabeza, dejando que el flequillo castaño cayera sobre su frente, ocultando sus ojos. El uniforme táctico negro parecía absorber la escasa luz. Era una estatua de resistencia forjada en dolor y silencio.
La puerta se abrió con un chirrido. Susana Corlys entró, envuelta en una nube de humo acre. Fumaba con avidez, el cigarrillo brillando como un ojo rojo en la penumbra. Se acercó con pasos lentos, deliberados, el taconeo de sus botas militares resonando como disparos en el silencio. Se detuvo frente a él. El silencio se hizo opresivo, roto solo por el leve crepitar del tabaco ardiendo.
De repente, una mano enguantada le agarró la barbilla con fuerza brutal, forzándole a levantar la cabeza. Sus ojos verdes, fríos como lagos helados bajo el sol de medianoche, chocaron con los de ella: pequeños, hambrientos, llenos de un desprecio intoxicado por el poder.
— Últimamente has sido un niño muy desobediente, Gianni — susurró Corlys, su voz un susurro sedoso cargado de veneno. Su aliento, a tabaco y café rancio, le golpeó el rostro.
Acercó el cigarrillo encendido. La punta ardiente, un carbón anaranjado, brilló peligrosamente cerca de su mejilla izquierda, luego de su pómulo. El calor era una amenaza palpable. Corlys sonrió, una expresión de malicia pura.
— Sería una lástima arruinar tu hermoso rostro... — murmuró, disfrutando del juego. Luego, con un movimiento rápido y cruel, aplastó la brasa contra el tejido del uniforme que cubría su hombro derecho.
El siseo fue breve y agudo. El olor a lana quemada y piel chamuscada llenó el pequeño espacio. Un dolor agudo, punzante, atravesó a Gianni. Sintió la piel enrojeciéndose, ampollándose bajo la tela. Su cuerpo se tensó al máximo, los músculos de brazos y espalda cordándose bajo la presión de las cadenas. Apretó la mandíbula con tanta fuerza que le dolió la raíz de los dientes. Pero no emitió un sonido. Ni un gemido, ni una queja. Solo un silencio denso, cargado de odio puro. Sus ojos, fijos ahora en un punto sobre la cabeza de Corlys, no parpadearon.
Corlys retrocedió, tirando la colilla al suelo y aplastándola con el tacón. Su mirada recorrió su figura arrodillada, buscando un rastro de quebranto, encontrando solo una resistencia glacial que la enfureció. Se dirigió a una mesa metálica contra la pared y tomó una fusta corta, de mango de madera oscura y tiras de cuero negro trenzado. Comenzó a pasearse alrededor de él, el látigo rozando el suelo con un sonido siniestro.
— Debería darte un castigo por tus travesuras — dijo, su voz cantarina, fingiendo reflexión —. ¿No crees?
Gianni respiró hondo. Conocía el guión. Sabía que cualquier resistencia solo prolongaría el sufrimiento. La palabra salió de sus labios, plana, sin inflexión:
— Sí.
El primer latigazo cayó con un chasquido seco y violento sobre su espalda. El dolor fue un relámpago blanco que le recorrió la columna. La tela del uniforme amortiguó parcialmente el impacto, pero la fuerza fue suficiente para hacerle contener el aliento. Corlys se detuvo frente a él, la fusta sostenida con aire casual.
— ¿Sí qué? — preguntó, su voz afilada como el filo de la fusta.
Gianni levantó la vista para encontrarse con sus ojos. El verde helado chocó con el marrón avaricioso.
— Sí, madame — respondió, la voz modulada en un tono neutro, respetuoso en la forma, vacío en el fondo.
Una sonrisa de satisfacción reptó por los labios de Corlys. Avanzó, colocándose directamente frente a él. Con el mango de la fusta, le levantó la barbilla con fuerza, forzándole a mantener la mirada hacia arriba, hacia ella. Su aliento, pesado y cálido, le llegó a la cara.
— ¿A quién perteneces? — preguntó, clavándole la mirada, exigiendo la confesión ritual.
Gianni sostuvo su mirada. No había emoción en sus ojos, solo un abismo verde impenetrable.
— A usted, madame.
La sonrisa de Corlys se ensanchó, complacida, triunfante. Bajó la fusta. Pero no se alejó. La punta del látigo de cuero comenzó un lento descenso por su pecho, como una serpiente negra. Rozó el centro de su torso, luego se deslizó hacia abajo, presionando con intención sobre su abdomen plano y duro bajo el uniforme. Gianni no se inmutó, manteniendo la respiración controlada, los ojos fijos en algún punto por encima del hombro de ella.
La fusta continuó su descenso, más allá del cinturón táctico, hasta la entrepierna. Allí, Corlys aplicó presión, no un golpe, sino un masaje insistente, circular, con la punta del látigo. Un intento burdo, vulgar, de provocar una reacción física. Gianni permaneció inmóvil. Ni un temblor, ni un cambio en su respiración. Era una estatua de hielo. El silencio se hizo más denso, más cargado.
Corlys soltó un bufido de frustración. Dejó caer la fusta con un golpe metálico. En un movimiento rápido, le agarró un puñado de cabello castaño en la nuca y tiró hacia atrás, forzándole a arquear el cuello y mantener la mirada clavada en la suya. Su rostro estaba cerca, los ojos inyectados de rabia y deseo insatisfecho.
— Eres mío — escupió, cada palabra un clavo martillado —. Yo te hice quien eres. Yo te forjé. Yo te poseo.
Y entonces se abalanzó. Sus labios se estamparon contra los de él en un beso forzado, brutal, un intento de dominación que sabía a tabaco, poder rancio y desesperación. Su mano enguantada se introdujo con brusquedad por la cintura de su pantalón táctico, buscando, apretando. Gianni no respondió. No se resistió, pero tampoco participó. Su boca permaneció cerrada, fría, inerte bajo el asalto. Sus ojos, abiertos, miraban fijamente el techo de hormigón más allá del hombro de Corlys. Había recorrido este camino demasiadas veces. Era una rutina sórdida, un precio que pagaba por existir en esta jaula. Por dentro, una voz fría y clara resonaba:
«Disfruta tu posesión, Corlys. Disfrútala mientras puedas. Porque cuando me libere de tus cadenas, te mostraré lo que es el verdadero infierno. Arderás lento, y yo me regodearé en tus gritos»
Corlys se separó bruscamente, jadeando. Su rostro estaba congestionado, no por la pasión, sino por la ira. La falta de respuesta de Gianni, su pasividad glacial, era el mayor de los insultos. Su mano salió del pantalón con un movimiento violento.
— ¡Mocoso insolente! — escupió, la saliva rozándole la mejilla a Gianni — ¡Irreverente! ¡Castigarte no es suficiente!
Se alejó tambaleándose, la furia temblando en sus manos. Buscó en la mesa y tomó un látigo más largo, de mango de metal y varias colas de cuero con nudos en los extremos. El aire silbó cuando lo probó con un golpe al vacío.
— ¿Quieres jugar al estoico? — preguntó, la voz rota por el rencor —. ¡Veamos cuánto aguantas!
El primer latigazo fue un trueno en la pequeña habitación. Cayó sobre su espalda con una fuerza bestial. El tejido del uniforme rasgó con un sonido desgarrador. Gianni contuvo un gruñido, su cuerpo se arqueó hacia adelante contra las cadenas. Una línea de fuego ardía sobre su omóplato.
El segundo latigazo cruzó el primero. El tercero. Cada impacto resonaba como un disparo. Tiras de tela negra colgaban. Marcas rojas, luego violáceas, comenzaron a aparecer en la piel pálida de su espalda, entremezcladas con la leve quemadura del cigarro. Gotas de sudor perlaron su frente, pero mantuvo los dientes apretados, los ojos cerrados ahora, concentrado en soportar, en aislarse en la fortaleza de su mente.
«Diana Coleman. Walton. Hale. Corlys. Nombres para la pizarra negra. Nombres para quemar o poseer»
— ¿Quieres que me detenga? — gritó Corlys entre latigazo y latigazo, su voz un alarido —. ¡Dilo! ¡Suplica, maldito insolente!
Gianni abrió los ojos. Una sonrisa lenta, cargada de un cinismo glacial, se dibujó en sus labios ensangrentados (se había mordido el interior de la mejilla). Miró a Corlys a través de la cortina de sudor que le nublaba la visión.
— El dolor es excitante, madame... — su voz era un susurro ronco, pero claro — Me encanta.
Fue la gota que colmó el vaso. Un grito de rabia pura escapó de Corlys. El látigo silbó con furia redoblada, buscando destrozar no solo la carne, sino ese desprecio indomable. La espalda de Gianni se convirtió en un lienzo de dolor, las marcas cruzadas sangraban levemente, la piel se hinchaba en líneas crueles.
De repente, la puerta se abrió. Marcus Hale apareció en el umbral, impecable, observando la escena con una calma perturbadora. Avanzó con pasos seguros y, en el momento en que Corlys alzaba el brazo para otro golpe, atrapó su muñeca con firmeza. El látigo quedó suspendido en el aire.
— Susana, Susana... — murmuró Hale, su voz un ronroneo peligroso —. ¿Por qué malgastar tu fuego interno en este juguete roto? — su mirada recorrió el cuerpo encadenado de Gianni, la espalda destrozada, con un interés clínico—. ¿Por qué no mejor... lo calmamos de otra manera?
Antes de que Corlys pudiera responder, Hale la atrajo hacia sí. Su boca se cerró sobre la de ella con una posesividad brutal que no era beso, sino conquista. Corlys emitió un sonido entre sorpresa y rendición, su cuerpo rígido al principio, luego cediendo. Hale la guió, casi la arrastró, hacia el pesado escritorio metálico contra la pared.
Con manos expertas, desabrochó el cinturón y el pantalón de su uniforme. La empujó boca abajo sobre la fría superficie de metal. Sus gemidos, ahora mezcla de dolor y placer, llenaron la cámara.
Gianni, obligado a presenciar por su posición encadenada y la dirección de su mirada, apretó la mandíbula hasta doler. La rabia y la repulsión se mezclaban en su garganta como un veneno espeso.
Cada embestida de Hale, cada sonido de carne golpeando contra metal, cada gemido ahogado de Corlys, era una profanación, un recordatorio de la podredumbre que lo rodeaba. Evitó cerrar los ojos. En cambio, fijó su mirada en una grieta en la pared de hormigón, al otro lado de la habitación.
Allí, en la fría piedra, imaginó los rostros de sus enemigos ardiendo. Y en el centro del fuego, los ojos helados de Ivanka Volkova brillando como únicos faros en su noche particular. Aguardó. Respiró. Y alimentó el odio que un día lo liberaría. Tarde o temprano el mundo iba a arder... él se aseguraría de ello.