El eco del disparo y la voz de Hywell, "¿Nos vamos, esposa?", resonaban en los oídos de Jade mientras la figura imponente del hombre se cernía sobre ella. El cuerpo de Robert yacía inerte a sus pies, una mancha oscura sobre los pétalos de rosa.
La iglesia, ahora desierta y silenciosa, se sentía como el escenario de una pesadilla de la que no podía despertar.
Jade, aún con el ramo en las manos, se quedó paralizada. El miedo la inmovilizaba, pero una parte de ella, la parte más instintiva y pragmática, se sentía extrañamente aliviada. La boda se había detenido, su sacrificio no se había consumado. Pero ¿a qué precio? La muerte de Robert era una realidad brutal que la golpeaba con fuerza, y de nuevo Hywell era un asesino.
Hywell le extendió la mano, sus ojos oscuros fijos en los de ella. No había una pizca de duda en su mirada, solo una determinación férrea. Jade lo miró, su mente en un torbellino. ¿Realmente iba a tomar su mano? ¿Confiaría en el hombre que le había causado tanto dolor y