La revelación de Hywell había dejado a Jade sin aliento.
El ramo de flores yacía olvidado en el suelo, sus pétalos blancos esparcidos como confeti de una tragedia. Su mente, aun procesando la imagen del cuerpo de Robert, ahora luchaba por asimilar la verdad de que el hombre con el que había estado a punto de casarse, el hombre que creía su salvador, había sido solo un títere en un juego mucho más grande, orquestado por el mismo Hywell. La ironía era cruel, la manipulación abrumadora.
Jade lo miró, sus ojos llenos de una mezcla de incredulidad, rabia y una punzada de algo parecido a la gratitud, una emoción que la aterrorizaba. Quería creer, pero no podía.
—¿Estás… diciendo la verdad? —preguntó limpiándose las lágrimas—. ¿Fuiste tú quien salvó a mi padre? ¿No Robert?
Hywell asintió lentamente, su expresión era seria, sin rastro de la frialdad que la había caracterizado en el altar.
—Sí, Jade. Fui yo.
Jade negó con la cabeza, intentando procesar la magnitud de la mentira en la que había