El eco de la voz de Hywell, grave y autoritaria, resonó en la antigua iglesia, cortando el aire tenso como una hoja afilada. "Yo me opongo, y que Dios me perdone, pero… me robaré a la novia."
La declaración, sacada de un cuento de piratas, se cernió sobre todos los presentes. Jade sintió un escalofrío de terror recorrer su espina dorsal, un miedo primario ante la presencia repentina y amenazante de Hywell, pero debajo de ese miedo, una corriente subterránea de alivio comenzó a burbujear.
La boda se había detenido. El sacrificio se había pospuesto.
Robert Blackwood, al pie del altar, se quedó helado, su rostro, antes radiante de triunfo, ahora una máscara de incredulidad y furia. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al ver a Hywell y a los cuatro hombres que lo escoltaban, su presencia era imponente, como sombras que acababan de emerger de la oscuridad.
—¡Hywell! —exclamó, su voz era un rugido de rabia—. ¿Qué demonios haces aquí? ¡Cómo te atreves a irrumpir en mi boda!
Hywell se mantu