El anuncio de la enfermera de que Morgan ya estaba en cirugía dejó a Jade en un estado de suspenso. Su mente era un torbellino de ansiedad y una extraña euforia. La esperanza, que se había aferrado a un hilo tan frágil, ahora crecía con la fuerza de un huracán. Su padre, su amado padre, tenía una oportunidad.
Robert había cumplido su parte del trato. El anillo en su dedo se sentía menos como un grillete y más como una promesa de vida, aunque el costo de esa vida fuera su propia felicidad.
Jade se dirigió a la sala de espera más cercana al quirófano, un espacio estéril y silencioso donde el tiempo parecía estancarse. Se sentó en una silla de plástico, sus manos temblaban mientras rezaba, no solo por el éxito de la cirugía, sino por la fortaleza de su padre. Cada pitido de un monitor lejano, cada voz ahogada que se escuchaba desde los pasillos, la hacía saltar.
—¿Señorita Wisker? —una enfermera se acercó, su rostro era amable, llevada un vaso de agua entre sus manos—. ¿Le gustaría un po