Los días se fundían en una monotonía dolorosa para Jade. Su vida se había reducido a una única prioridad: la supervivencia de su padre, Morgan. La cafetería donde Robert le había propuesto matrimonio se sentía como un recuerdo lejano, un eco de una vida que, por el momento, no le pertenecía. El anillo de diamante, frío y pesado en su dedo, era un recordatorio constante del trato que había sellado, un sacrificio por la vida de su padre.
La rutina diaria de Jade comenzaba y terminaba en el hospital. Se levantaba temprano, se vestía con la misma ropa cómoda de siempre, y se dirigía al ala de cuidados intensivos. Los pasillos, antes estériles y aterradores, ahora le eran familiares. Las enfermeras la saludaban con una mezcla de compasión y resignación, e incluso le ofrecían café y comida de hospital.
Pasaba horas sentada junto a la cama de su padre, observando los monitores que marcaban el ritmo de su frágil existencia.
El pitido constante de la máquina, que antes le parecía una tortura,