El amanecer en la ciudad parecía un espejismo. Las cortinas del apartamento apenas dejaban pasar la luz grisácea que anunciaba un nuevo día, pero dentro de aquel refugio no existía diferencia entre noche y mañana: todos estaban atrapados en un tiempo suspendido, un tiempo marcado por la amenaza de Don Martín y la inminencia de un ataque de Salvatierra.
Emma despertó con un sobresalto, como si aún pudiera escuchar en sueños la voz del hombre que había marcado su vida con cicatrices invisibles. El recuerdo de la llamada todavía se aferraba a su mente como una garra: “Tráemela al orfanato. Sola”. Cerró los ojos con fuerza, intentando ahogar el eco de esas palabras.
Alejandro dormía a su lado en el sofá, con un brazo rodeándola. Sus facciones tensas incluso en el descanso revelaban que él tampoco había tenido paz. Emma lo observó unos segundos, y una ternura inmensa se mezcló con la angustia: él estaba dispuesto a todo por protegerla, y eso la llenaba de amor… pero también de miedo.
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