El aire de la madrugada estaba impregnado de un silencio extraño, como si toda la ciudad aguardara expectante el desenlace de una tragedia inevitable. En el apartamento, las horas habían pasado entre susurros, planes y miradas cargadas de miedo. Cada uno sabía que ese día marcaría un antes y un después, que no había espacio para titubeos: o sobrevivían juntos, o serían devorados por las garras de Arturo Salvatierra.
Alejandro se encontraba de pie junto a la ventana, observando la calle silenciosa. Su silueta imponente se recortaba contra la penumbra, y sus ojos, encendidos, parecían estar calculando cada sombra, cada reflejo, cada posible amenaza. Emma lo contemplaba desde el sofá, con la manta todavía sobre sus hombros. El cansancio la vencía, pero no podía dormir. La tensión era demasiado grande.
Finalmente, él se giró hacia ella.
—Es hora.
Emma tragó saliva, incorporándose con lentitud.
—¿Tan pronto?
—Mientras más tiempo estemos aquí, más fácil será que nos encuentren. —Alejandro to