La tarde caía lenta en el hospital, pintando de dorado las persianas cerradas de la habitación donde Emma reposaba. La máquina que controlaba sus signos vitales emitía pitidos regulares, casi como un metrónomo que marcaba el pulso de la conversación que estaba por cambiarlo todo.
Alejandro, sentado a un lado de la cama, no apartaba la vista de ella. Su mano permanecía entrelazada con la de Emma, como si de esa unión dependiera su permanencia en el mundo. Hacía días que apenas dormía, y aun así, no mostraba señales de querer moverse. Su mirada estaba fija, cargada de una ternura férrea, de esa mezcla extraña de cansancio, amor y dolor que solo conocen quienes están dispuestos a perderlo todo por otra persona.
Emma giró levemente el rostro hacia él, observando con una débil sonrisa cómo las sombras en su rostro se suavizaban al verla.
—Has estado aquí todo este tiempo, ¿cierto? —preguntó con voz cansada.
Alejandro asintió.
—No pienso moverme hasta que te recuperes.
—Alejandro… —Emma apr