El hospital estaba sumido en un silencio sereno, interrumpido solo por el murmullo distante de enfermeras recorriendo los pasillos y el pitido regular de las máquinas que controlaban la estabilidad de los pacientes. Dentro de la habitación, el tiempo parecía detenido, como si la vida se hubiera reducido a los latidos de un solo corazón y al vaivén de una respiración que Alejandro no se cansaba de escuchar.
Emma dormía con el rostro sereno, aunque pálido, bajo la luz blanca que caía desde la lámpara del techo. El vendaje sobre su costado era un recordatorio cruel de la fragilidad de la vida, de lo cerca que había estado de perderla para siempre. Alejandro, sentado junto a su cama, le sostenía la mano con una mezcla de fuerza y ternura, como si de esa unión dependiera no solo ella, sino también él mismo.
El recuerdo del momento en que cayó tras el disparo lo perseguía aún. Ver su cuerpo desplomarse, el cabello moviéndose como un abanico oscuro antes de golpear el suelo… Fue como revivir