La noche en la mansión de Salvatierra no era como la de cualquier mortal. Era una noche forjada por la premeditación y por el vértigo de la codicia: lámparas de araña que vertían una luz cálida sobre alfombras persas, cuadros que vigilaban con rostros de antepasados, una mesa larga donde los vasos resonaban como metrónomos del temor. Arturo Salvatierra caminaba entre todo eso con la parsimonia del que no acepta sorpresa. Había recibido la noticia del golpe a su almacén, de la fuga con documentos —la audacia de aquellos tipos— y su rostro no era calma, era la preparación de un trueno.
Julián llegó arrastrando los pies, con la camisa embarrada y la mirada de quien ha visto el filo de la muerte y ha decidido esquivarlo a cualquier precio. Tenía moretones, el cuero cabelludo hinchado, y la voz entrecortada. Cuando cruzó el umbral, los hombres de Salvatierra lo saludaron con una mezcla de respeto y miedo: sabían que aquel hombre había sido útil, pero también que la utilidad a veces se cobr