La llamada llegó cuando el amanecer apenas comenzaba a iluminar las paredes de Casa Esperanza.
Emma Ríos estaba en la cocina, preparando té para un niño que había pasado la noche con fiebre, cuando escuchó el sonido del viejo teléfono del despacho.
No era habitual que sonara tan temprano.
Alejandro, con el cabello aún húmedo tras una ducha rápida, se adelantó a contestar.
Emma lo observó desde el marco de la puerta, notando el gesto que transformó su rostro en apenas un segundo: una mezcla de shock, incredulidad… y un miedo antiguo.
—¿Puede repetirlo? —preguntó él, la voz tensa.
Hubo una pausa.
Luego otra.
Y entonces Alejandro palideció.
Emma dejó caer la cuchara.
—¿Qué pasa?
Alejandro cerró los ojos un instante, como si necesitara fuerza para pronunciar las palabras.
—Encontraron a Sofía.
Emma sintió que el corazón le saltaba.
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Cómo?
Alejandro no respondió. Solo extendió la mano hacia ella.
Y Emma, sin hacer preguntas, la tomó.
Porque sabía que a veces, en las historia