El castillo amaneció envuelto en un silencio inusual, un silencio que no era paz, sino un suspiro contenido después de una noche de sangre y traición. Las luces de los pasillos permanecían encendidas, proyectando destellos dorados en las paredes de piedra, como si el lugar mismo intentara mantenerlos a salvo.
Alejandro, aún con el brazo vendado, se dejó caer en el sofá de la sala principal. Emma estaba a su lado, vigilante como un ángel, con un cuenco de agua tibia y gasas limpias. La herida ardía, pero lo que más le dolía era la traición de Julián, y el recuerdo punzante de haber estado a segundos de perderlo todo.
—No tenías que hacerlo sola —murmuró Alejandro mientras Emma le limpiaba el brazo con suavidad.
Ella lo fulminó con la mirada, con el ceño fruncido. —¿Y qué querías? ¿Que dejara que la herida se infectara? Bastante tengo con no haberte perdido anoche.
Él intentó sonreír, pero la expresión se desmoronó. La sombra de la traición y el peligro seguía pegada a su piel. Emma, al