Isabella
Dicen que las máscaras revelan más de lo que ocultan. Esta noche, mientras observo el salón repleto de rostros cubiertos, comprendo la verdad en esas palabras.
El Gran Hotel Vittoria resplandece bajo miles de luces doradas. Candelabros de cristal derraman su brillo sobre trajes de etiqueta y vestidos de seda. Mi propio vestido negro, con su espalda descubierta y el corte que abraza cada curva, me hace sentir poderosa y vulnerable a la vez. La máscara veneciana que cubre la mitad de mi rostro es plateada con detalles en negro, pequeños diamantes bordeando los ojos. Me convierte en otra persona. En nadie. En todos.
En alguien que puede permitirse olvidar, aunque sea por una noche.
La orquesta toca un vals mientras recorro el perímetro del salón. Esta fiesta de beneficencia es, en realidad, un tablero de ajedrez donde cada familia importante de la ciudad mueve sus piezas. Bajo el pretexto de la caridad, se cierran tratos, se forjan alianzas, se planean traiciones. Y yo, la nueva