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Bajo la tormenta, otra vez tus ojos

La noche descargaba su furia sobre Vancouver con la violencia de una tormenta primaveral fuera de estación; el granizo rebotaba en los toldos cerrados, repicaba en los parabrisas y se arremolinaba en los desagües como millares de canicas de hielo empujadas por un viento que aullaba desde el Pacífico.

Jacob Carrington cruzó la calle desierta con el maletín alzado sobre la cabeza, el traje empapado, los zapatos resbalando en charcos que se hinchaban a cada segundo. Respiraba ráfagas de aire agudo, casi cortante, y la humedad le pegaba la camisa al torso como una mortaja opresiva.

Al doblar la esquina de la avenida Granville encontró una persiana metálica cerrada –el almacén de antigüedades de la señora Liu– y se refugió debajo. La cortina crujió cuando apoyó la espalda, y un chorrito de agua helada le corrió por la nuca hacia la columna. Se pasó la mano por el cabello, exprimiendo gotas que se estrellaron contra el suelo, y clavó la mirada en las luces distorsionadas de los faroles, veladas por la cortina de granizo.

“Dos años…”, pensó, con un sabor amargo que le afloró desde el estómago hasta la lengua.

Dos años desde que todos lo señalaron de asesino, dos años de silencio clínico de la policía, dos años de pesadillas con colmillos y ojos que mutaban del azul más puro al negro más absoluto.

“A veces dudo de lo que vi”, admitió en su cabeza, “pero cada vez que cierro los ojos la veo a ella: sobre Mason, bebiendo, rugiendo como un animal salvaje.” Un relámpago mental chispeó con la imagen de la sangre resbalando por una mandíbula perfecta. Sacudió la cabeza. No podía permitirse flaquear allí, tiritando de frío y de miedo en mitad de la ciudad.

El crujido repentino de pasos sobre el hielo lo hizo girar. Una silueta femenina apareció difusa en el telón de lluvia y se abalanzó bajo el mismo refugio, chocando contra su hombro. El perfume que la precedió era de gardenias recién cortadas; un aroma imposible en aquella noche de granizo y frío. Ella alzó su rostro empapado, y Jacob, por un instante, sintió que el corazón le daba un vuelco extraño, como si reconociera algo que la mente se negaba a nombrar.

—Lo siento —susurró la mujer, retirando un mechón pegado a la frente con un gesto tan elegante que parecía coreografiado—. El hielo me hizo resbalar.

Jacob abrió la boca, pero el saludo le salió en un balbuceo. Notó que sus ojos ―marrón oscuro― que parecía iluminarse con el destello de los faroles, se clavaban en él con curiosidad juguetona. Él Tragó saliva, recuperó la voz y dijo.

—No hay problema, estamos ambos prisioneros del clima.

Ella sonrió, y el leve arco de sus labios pareció incendiar la oscuridad. Se estrecharon la mano; su piel era terriblemente fría, como si la sangre jamás la calentara.

—Valery —dijo ella.

Jacob se presentó.

―Un gusto, Jacob Carrington.

El apellido, Carrington, resonó en el metal de la persiana como campaneo lejano, y algo en la mirada de Valery titiló, un destello entre sorpresa y complacencia, que se fue apagando casi al instante.

Bromeó él sobre la ineficacia de los paraguas de bolsillo en granizadas canadienses; ella rió con un sonido cristalino, y por un momento los dos quedaron suspendidos en una burbuja tibia pese al aguacero. La ventisca arreció, granos de hielo rebotaron junto a sus zapatos. Jacob miró el estacionamiento al otro lado de la calle, su sedán aguardaba bajo la severa lluvia como un lobo gris encogido.

—Mi coche está allí —dijo—. Puedo acercarte a tu casa… si aceptas la aventura de cruzar el infierno helado.

Valery entornó los ojos; durante un latido pareció medir riesgos que para otros serían triviales. Luego alzó los hombros con gracia.

—Acepto. —Su voz era un terciopelo tenso—. Pero tendrás que compartir tu abrigo, caballero.

Él se quitó la chaqueta y la envolvió sobre los hombros de ella. Al rozarla sintió la quietud gélida de su piel, y una vibración le recorrió el brazo, mitad alarma, mitad anhelo inexplicable.

Rieron cuando un pedazo de granizo golpeó el maletín que ahora protegía la cabeza de ella. Corrieron –Jacob guiando, Valery casi levitando ligeramente a pesar de las botas–, el granizo les azotó la espalda como una bandada de pájaros furiosos. Llegaron jadeantes al auto y se encerraron dentro, por un segundo sólo se escuchó la respiración de ambos empañando los cristales.

La luz interior reveló el rostro de Valery: pómulos altos, labios rojos, gotas resbalando por la línea de la mandíbula. Jacob sostuvo la mirada un instante demasiado largo; sintió un cosquilleo que no era solo atracción. Había algo en ella que rezumaba peligro y al mismo tiempo calor de hogar. Valery rompió el silencio con una broma sobre haber sobrevivido a un “bombardeo polar”; Jacob soltó una carcajada que despejó la tensión.

—¿Directo a tu casa o buscamos algo caliente? —preguntó él, arrancando el motor.

—Solo si tú también necesitas calor —susurró ella, sosteniéndole la mirada como un sostén invisible que apretaba el pecho de Jacob.

Él condujo por calles que relucían de agua y hielo hasta un café bohemio en Kitsilano, cerca de la playa, cuyo letrero Orpheus Jazz & Bites parpadeaba en dorado tenue. Adentro los recibió un aroma a canela tostada y música suave de contrabajo. El local estaba casi vacío; unas lámparas de filamento pintaban un resplandor ámbar sobre las mesas de madera antigua.

Se sentaron junto a la ventana empañada. Una camarera de cabello rosa les trajo toallas y tomó la orden de dos tazas de chai humeante. Jacob, mientras se secaba el cabello, habló de su trabajo contable –monótono, aséptico– y de la novela que llevaba años sin empezar porque las noches lo asediaban con recuerdos que ningún editor creería. Valery lo escuchaba con el cuerpo ligeramente inclinado, las manos cruzadas, y cada tanto un destello felino de curiosidad surcaba su mirada cuando él rozaba los márgenes de su trauma.

—Desde entonces estoy… perdido —confesó, girando la taza entre los dedos—. Como si mi brújula se hubiese roto aquella noche.

Ella bebió un sorbo de chai; el vapor ascendió en volutas que parecieron abrazar su rostro.

—A veces —dijo— perder la brújula es la única forma de encontrar un mapa que ignorabas que existía.

Jacob sintió un estremecimiento. Había en esas palabras una resonancia oscura, como un eco de algo que él había oído en sueños. La observó: la luz del local pintaba finas venas azuladas bajo su piel nívea; sin embargo, al apoyar la mano sobre la mesa, Valery había dejado una huella de frescor palpable. Él la atribuyó al aguacero.

Cambiaron historias triviales, rieron de tonterías, y sin darse cuenta la lluvia cesó hasta volverse un hilo tímido. Al salir, el aire olía a asfalto limpio y mar distante. Condujeron en silencio cómplice hasta el edificio donde ella aseguró vivir –un bloque moderno cerca de False Creek–.

En la entrada, Valery se quitó la chaqueta de él y se la tendió despacio. Los dedos de Jacob rozaron los suyos; el contacto le encendió la piel en una combustión lenta. Ella alzó la vista y, por primera vez, su sonrisa perdió el barniz de ligereza.

—Gracias, Jacob. —Su voz bajó un tono, casi un suspiro—. Eres… diferente.

Él buscó entre las sombras algún reflejo de burla, pero halló sinceridad, tal vez incluso algo más.

Aun así, él se arriesgó.

—¿Puedo volver a verte?

Valery ladeó la cabeza, como una gata evaluando el movimiento de un ratón confiado, y la curva de sus labios se tensó en un amago de promesa.

—Ya veremos si el destino lo permite —murmuró.

Sin más, Valery se deslizó al interior del vestíbulo; al paso de sus tacones, las luces automáticas se encendieron una tras otra como un discreto guiño de bienvenida. Jacob quedó en la acera, con el corazón desbocado y una confusión extrañamente dulce vibrándole en el pecho. Desde el asiento del conductor observó un instante las ventanas oscuras del quinto piso; no distinguió rostros, sólo una sombra que parecía inclinarse tras el visillo, y quiso creer que era ella.

Arriba, tras la cortina ondulante, Valery apoyó la yema de los dedos en el vidrio frío y siguió con la mirada las luces rojas del sedán hasta que se perdieron calle abajo.

“Tanto tiempo… y aquí vamos otra vez.” Un leve temblor recorrió sus manos antes de que se apartara del marco, ¿nervios, o expectativa?

Dejó que la cortina cayera y sonrió, un gesto suave que habría pasado por simple satisfacción para cualquiera que la viera.

Jacob se durmió tarde, calcinado por una mezcla de excitación e incredulidad. El reloj marcaba las tres cuando cayó en un sopor turbulento.

Soñó que caminaba por un corredor de mármol pulido que reflejaba un cielo sin estrellas. Al fondo esperaba Alexandria, envuelta en un vestido negro que brillaba como ala de cuervo mojada. Cuando ella avanzó, el mármol se transformó en un lago oscuro, y cada paso de la mujer levantó ondas que se endurecían en cristales de hielo. Jacob intentó retroceder, pero el suelo lo aferraba.

Alexandria tocó su pecho con la punta de un dedo. Bajo la tela, la carne ardió, sus ojos azules se oscurecieron como si todas las lámparas se apagasen dentro de ellos. El beso llegó despacio: primero el roce delicado, luego la presión que abrió su boca y dejó pasar un sabor a menta helada y cobre ardiente. El dolor del labio perforado lo estremeció, más la euforia derramándose en su cerebro lo hizo gemir de placer.

En el sueño, ella se apartó apenas lo suficiente para susurrar, con los labios rozando los suyos sangrantes:

—La segunda vez… siempre duele más.

El reloj marcaba las 03:33 cuando Jacob despertó convulso, con el pecho agitado, empapado en sudor, se incorporó y caminó tambaleante al baño, se echó agua fría, y luego parpadeó.

Estos malditos sueños, ¿debería acaso buscar una solución?

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