Me extraña araña

Lejos de la cafetería, el consultorio de la doctora Miroslava Novak se alzaba en la planta catorce de un edificio brutalista, iluminado sólo por lámparas de sal que teñían las paredes de ámbar crepuscular. Pasada las ocho de la noche, cuando la mayoría de sus pacientes descansaban en sus casas, el ventanal trasero de su consultorio se abrió sin que nadie tocara. Alexandria emergió de las sombras como si éstas fueran continentes propios, vestido de seda, botas hasta la rodilla, con el abrigo oscilando como un ala de cuervo.

Miroslava la recibió de pie, sin sorpresa. Sus rasgos elegantes guardaban una quietud casi escultórica. En los ojos verde musgo se adivinaba la misma longevidad que en los de Alexandria; una afinidad ancestral.

—Ha sido imprudente dejar un testigo —dijo la doctora, con voz más fría que una sierra de hielo—. Ahora tu joven contable está atrapado entre sospechas humanas y terrores que apenas comprende.

—Tienes razón, no lo quise tocar, ya me sentía algo satisfecha —replicó Alexandria, apoyándose contra la librería—. Sólo dejé que el destino decidiera si respiraría otra noche, y al parecer así fue.

—El destino, o tu curiosidad —Miroslava cerró sin chasquido el cuaderno de notas—. Te advierto. Jacob confía en mí, no ha hablado con nadie, pero cuanto más lo observes, más grietas abrirás. Y las grietas dejan escapar preguntas peligrosas.

Alexandria ladeó la cabeza con fascinación.

—Necesito su dirección. Quiero… asegurarme de que no divulgue lo que ha visto.

—¿Quieres vigilarlo o atarlo con tu embrujo? —preguntó Miroslava, visiblemente divertida—. Recuerda las reglas del Consejo: si se convierte en problema, elimínalo. Si se convierte en algo peor… que sea bajo tu responsabilidad.

La tensión vibró entre ellas como cuerda tensada. Finalmente, Miroslava deslizó una tarjeta sobre la mesa: la dirección de Jacob, escrita con pulso exquisito.

—No te demores, Alexandria. La ciudad entera respira superstición estos días. Una chispa y arderemos juntos todos.

La mujer guardó la tarjeta, inclinó la cabeza en un gesto que oscilaba entre la gratitud y la amenaza y abandonó la consulta, dejando a Miroslava envuelta en un silencio donde la lámpara crepitó, ansiosa.

A kilómetros de distancia, Jacob se sentaba frente a la luz amarillenta de su escritorio. Las ventanillas del navegador se multiplicaban: archivos hemerográficos, blogs de ocultismo, bancos de fotografías victorianas digitalizadas.

Una certeza febril lo conducía; buscaba cualquier pista que probara que Alexandria no era una alucinación. Y, de pronto, en el blog de un historiador amateur de la ciudad, la encontró.

La imagen era en sepia: una hoguera alzándose en una plaza fangosa, inquisidores con sotanas raídas y, junto a un poste, una mujer de tez translúcida e imposible serenidad. Un rótulo manuscrito: Elena de Havilland, bruja presunta, Vancouver 1893. A su lado, casi fuera de foco, se erguía otra figura femenina con idénticos rasgos a la Alexandria que dominaba sus pesadillas: misma melena rubia casi ceniza, mismos ojos, la misma curva insolente de la boca. Jacob sintió que el corazón le golpeaba la tráquea. Un sudor frío le enlodó la espalda.

Por un segundo, la pantalla pareció oscurecerse; su reflejo y el de la mujer se fundieron.

―¿Es ella… o su antepasada? El parentesco es espeluznante ―masculló, consciente de lo absurdo. Pero la verdad, como Miroslava había dicho, no espera invitación para mostrarse; simplemente se abre paso a codazos.

Jacob cerró la laptop de golpe. La habitación se llenó de un silencio saturado, pleno de presencias invisibles.

La madrugada lo encontró tendido en la cama, con los ojos clavados en el techo, el reloj marcaba las 12:03 cuando se dejó vencer por la extenuación. No percibió la silueta que se recortó en la cornisa exterior de su apartamento, allí donde ningún humano podría sostenerse.

Ella posó la palma contra el vidrio; el frío creó un halo de escarcha. El cerrojo resistió, así que entornó los párpados y proyectó su voluntad más allá de la barrera física.

Dentro, el sueño de Jacob se convirtió en un bosque lúgubre. Sauces retorcidos suspiraban sobre estanques de aguas negras. Entre la bruma apareció ella —vestido azabache, pies desnudos sobre la hojarasca húmeda— caminando hacia él con la majestad de una diosa antigua. Cada paso hundía las hojas y alzaba chispas de luciérnagas espectrales.

—No huyas —susurró, apoyando un dedo helado en sus labios—. Ya eres mío.

Jacob, consciente de que soñaba, no retrocedió. La atracción era un hechizo aromático, mezcla de lilas húmedas y óxido. Cuando ella lo besó, la primera sensación fue hielo fundiéndose sobre la lengua. Después llegó un latigazo de fuego que se deslizó por su columna hasta incinerarle la razón.

Entre sus gemidos, Alexandria deslizó los colmillos sobre su labio; la sangre tibia estalló como vino añejo, embriagándola. Él no gritó; se aferró a la nuca de su verduga y correspondió con furia, perdido en deseos que jamás había confesado.

En el mundo físico, Jacob se incorporó de golpe sobre la cama, jadeando. El sabor metálico persistía en su boca. Tardó un parpadeo en reconocer la habitación difusa, las persianas entreabiertas y la cortina meciéndose con la brisa. Encendió la lámpara y todo estaba vacío, salvo el temblor en sus manos, algo no cuadraba en su realidad.

“La ventana, yo le deje cerrada, ¿Cómo es posible que este abierta?” pensó e inmediato, sintiendo un leve temor de que alguien estuviera allí dentro de la habitación con él.

Se levantó tambaleante y fue al baño. El espejo empañado por la calefacción dibujaba un óvalo borroso. Se echó agua helada y alzó la vista, esperando encontrarse con sus rasgos congestionados. En lugar de ello, las gotas resbalaron y dejaron ver un trazo escrito en el vaho, garabateado por un dedo invisible: ¿Me extrañaste?

El horror lo ancló al suelo. Entonces, durante un latido, vio a Alexandria en el reflejo, parada a su espalda, ojos brillando con júbilo oscuro, pero en el mínimo parpadeó ya no había nadie. El vaho empezó a disiparse, pero las letras permanecieron, como si hubieran sido cinceladas en el cristal.

Jacob se aferró al lavabo. El pálpito en sus venas martilleaba la palabra “huye”. Pero otra voz, insinuante y peligrosa, le susurraba lo contrario: “Búscala”.

Porque, aunque el miedo erizaba cada fibra de su ser, un deseo inconfesable lo arrastraba a la oscuridad donde ella lo esperaba.

Y, fuera, sobre los tejados anegados en bruma, Alexandria se deslizó hacia la noche con la sonrisa saciada de quien sabe que la presa ya acepta su propio destino.

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