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Una lágrima más cerca del abismo. “Me viste como nadie”

La tarde caía sobre Vancouver con una frialdad que mordía los huesos y transformaba los ventanales de las oficinas en espejos plomizos. Jacob Carrington cerró la laptop, se incorporó en la silla ergonómica y exhaló una nube de vaho; la calefacción de la empresa llevaba horas sin funcionar. En el pasillo resonaban pasos apresurados, toses y el áspero arrastre de archivadores. Era el tipo de día que dejaba un sabor metálico en la lengua: rutinas repetidas, café insípido, un cansancio que no procedía del cuerpo sino del alma.

Metió las manos en los bolsillos del abrigo y caminó hasta la máquina expendedora. Mientras la bebida se vertía con un gorgoteo, el teléfono vibró, con una notificación única, distinta a cualquier correo de trabajo o recordatorio bancario.

La pantalla mostró un nombre que, en cuestión de segundos, le calentó la sangre más que la bebida humeante.

Valery: ¿Te gustaría caminar esta noche? Hay una plaza al sur, lejos del ruido. Nos vemos allí a las ocho.

Jacob sonrió con imprudente y genuina alegría, las paredes grises parecieron iluminarse; el murmullo de la oficina se tornó irrelevante, el mensaje era sencillo y, sin embargo, le llenaba el pecho de expectación.

Cerró el puño en un gesto victorioso —casi infantil— antes de contestar.

Jacob: Claro. Allí estaré.

La noche llegó vestida de neblina. La plaza elegida estaba lejos de los focos del centro, anidada entre callejones residenciales donde los faroles de hierro fundido titilaban con un fulgor amarillento. Árboles desnudos se mecían despacio, dejando caer hojas secas que crujían bajo las pisadas ocasionales de algún transeúnte apresurado.

Valery ya aguardaba, sentada en el brazo de un banco de piedra. Su abrigo color vino resaltaba contra el empedrado húmedo; el cabello, suelto, enmarcaba un rostro pálido que parecía atrapar la escasa luz como un espejismo. Llevaba las manos enguantadas y la mirada perdida en el retorcido ramaje de un olmo.

Jacob la divisó al entrar por la esquina noroccidental. Intentó calmar el temblor de sus manos frotándolas dentro de los bolsillos, pero el corazón se le aceleró igual, estacionó su auto y bajó. El aliento formaba nubes translúcidas mientras cruzaba el espacio abierto, sintiendo que cada crujido de hoja lo delataba.

—Valery —saludó con una voz que traicionó su nerviosismo.

Ella giró despacio y sonrió, una curva discreta que lo desarmó al instante. El color dorado del farol realzaba la suavidad de sus facciones, y durante un segundo Jacob creyó reconocer un destello de tristeza en aquellos ojos marrones… o tal vez lo imaginó.

—Llegas justo a tiempo —respondió ella, bajando del banco con un leve movimiento de cadera. El abrigo se abrió lo suficiente para revelar un vestido sencillo, de lana, que se ceñía a su cintura—. Creí que el frío te disuadiría.

—Hoy habría cruzado la Antártida si me lo hubieras pedido. —Intentó bromear para espantar la tensión, y se ruborizó al instante por lo cursi que sonaba.

Valery sonrió despacio, como quien conserva la voz para confidencias más hondas. Sin dar más rodeos, enlazó su brazo al de Jacob y comenzó a caminar por la senda periférica de la plaza. El contacto lo electrificó: la piel bajo el guante femenino era más fresca que la brisa nocturna, pero lejos de incomodarlo, la sensación le proporcionó un extraño consuelo, un “estoy aquí y soy real”.

Caminaron despacio, los pasos acompasados por el eco de la gravilla y el leve silbido del viento que se colaba entre las ramas. Conversaron de libros, de la música indie que ambos descubrían en listas de reproducción nocturnas, y de un viejo lugar que la ciudad planeaba demoler, Valery habló de él con inesperada nostalgia, como si hubiese comprado caramelos allí cuando era niña, aunque su acento delataba raíces europeas.

Cada vez que Jacob formulaba una pregunta personal, ella respondía con una anécdota breve y desviaba con elegancia hacia una nueva curiosidad de él, como si coleccionara retazos de su vida para un mosaico secreto.

—¿Por qué Vancouver? —insistió él, apartando un mechón que el viento le arrojó a la frente.

—El mar. —Ella alzó la vista hacia el cielo velado de nubes—. Y los inviernos que huelen a leña incluso en la ciudad. Hay lugares que llaman. No siempre entiendes la razón.

Mientras hablaba, sus pupilas se dilataron. Jacob no lo notó; estaba atrapado por la cadencia de su voz, pero ella sí percibió algo distinto: un pulso inflado bajo la piel expuesta del cuello masculino, justo encima del abrigo abierto.

“Solo un poco… solo esta vez. Nadie lo sabrá.” Pensó ella

Una ráfaga de aire trajo el aroma metálico que se esconde en toda sangre templada. Valery tragó saliva y bajó la mirada a los guijarros.

Ella cambió el ritmo de su respiración, tan sutil que un oído humano no podría detectarlo.

Jacob hablaba de un cuento favorito de Bradbury cuando notó que ella se quedaba atrás, mirando algún punto en su garganta. El súbito brillo en los ojos de Valery le pareció… intenso. Demasiado intenso.

Él carraspeó, buscando una tontería que decir, pero entonces sucedió.

Una bicicleta salió de la nada, neumáticos chirriando sobre la grava húmeda.

El ciclista, con gorro y auriculares, no vio a la pareja hasta que estuvo encima, Jacob actuó sin pensar, rodeó la cintura de Valery con un brazo, la atrajo contra su pecho y giró para interponer su cuerpo. El ciclista pasó a solo centímetros y el viento helado les azotó con fuerza las mejillas.

Fue un instante, un choque de dos latidos, pero al pegarse a él, Valery sintió un destello eléctrico cruzarle el sistema nervioso. Su don —esa empatía hipersensorial que ni ella misma controlaba del todo— abrió de par en par la puerta de la mente de Jacob.

“Ojalá supieras cuánto me gustas, daría mi vida por ti aun cuando apenas te conozco…

Desde aquella noche no puedo dejar de pensar en ti…

No quiero solo tu cuerpo. Quiero tu vida, tu futuro, y tal vez tú desees lo mismo que yo, una familia, una casa fuera de la ciudad, una vida común, un amor real.”

Las frases se agolparon como pájaros escapados de una jaula. Valery aspiró, atónita, y el hambre voraz se esfumó con un puñetazo de asombro.

Lo que debía ser deseo predatorio se convirtió en una punzada dolorosa detrás del esternón. Una lágrima —extraña visitante en años recientes— se formó, pesada, en el borde de su párpado.

Jacob, aun sosteniéndola, sintió la humedad contra su mejilla. Se apartó apenas, lo suficiente para ver cómo una línea plateada le recorría la piel.

—Valery… ¿Te lastimé? —Su voz se quebró por la preocupación auténtica—. ¿Por qué lloras?

Ella pestañeó, sorprendida de su propia fragilidad. El hilo salado rodó hasta el labio y se disipó en un suspiro.

—Recordé algo —musitó, forzando la voz para que no temblara—. Un recuerdo que… nada grave, descuida.

Jacob no insistió. Alzó una mano con timidez y le rozó el pómulo, espantando la gota restante. El calor de sus dedos quemó, pero de un modo distinto, algo generoso y muy humano.

El banco más cercano se convirtió en refugio. Valery se sentó primero, con los codos sobre las rodillas, con la mirada fija en los faroles como si buscasen respuestas en el halo trémulo de luz.

Jacob se acomodó a su lado y el silencio se extendió como una sábana suave, sin la incomodidad de los silencios vacíos, sino con la tensión expectante de los sinceros.

Pasaron minutos contados por el crujir distante de una rama y el tintineo lejano de un semáforo en modo nocturno. Finalmente, Valery habló.

—Fui traicionada —dijo con la voz desprovista de cualquier dramatismo—. Una vez, por alguien que juró amarme, él eligió a otra… no por amor, sino por poder.

El aire blanco escapó de sus labios y se disipó frente a ella. Jacob la observó con el ceño fruncido de empatía.

—Entonces esa persona era un idiota. —Afirmó con una sencillez que le brotó sin ensayo—. Porque quien no elige a una mujer como tú, no entiende lo que es tenerlo todo y dejarlo perderse, supongo.

Valery giró la cabeza con incredulidad contenida. La frágil luz reveló la sinceridad en los ojos de Jacob, y ni rastro de juicio o de lástima barata.

—No me conoces tanto como para decir eso —susurró ella, pero no apartó la vista.

—Pues entonces quiero conocerte. —El temblor en su voz era de honestidad, no de miedo—. Nunca me ha interesado tanto conocer a alguien, como quiero conocerte a ti.

Un carraspeo suave del viento entre los árboles pareció subrayar la frase. Valery desvió la mirada hacia sus propias manos enguantadas, como si considerara lo inverosímil de aquella confesión.

Dentro de su pecho, algo se quebró y volvió a soldar en una forma desconocida.

“Jacob no es mi presa… Es lo más cercano que he sentido a la vida.”  Pensó ella.

El reloj de la torre cercana marcó las diez de la noche con campanadas veladas. Valery se puso en pie, abrochándose el abrigo.

—Debería irme —murmuró—. La noche se vuelve más fría.

Jacob asintió, sin oponerse, se levantó también, guardando las manos en los bolsillos para no traicionar el impulso de tocarla de nuevo.

Ella dio dos pasos y se volvió, insegura.

—Gracias por… salvarme de la bicicleta —dijo con una sonrisa breve y un poco temblorosa—. Y por escuchar.

Se inclinó hacia él. No fue un beso en los labios, no todavía; depositó un beso leve en la mejilla, tan ligero que Jacob dudó si realmente lo había sentido.

Cuando él abrió los ojos, Valery ya caminaba por la vereda, con la silueta recortada contra la neblina que comenzaba a espesarse de nuevo.

La siguió con la mirada hasta que la oscuridad se la tragó. Sabía, que una parte de su futuro se había anclado irrevocablemente a aquella mujer de gestos misteriosos y ojos marrones y cabello oscuro insondables.

Segundos después, en una esquina más allá de la plaza, Valery apoyó la espalda contra el muro de ladrillo de un edificio centenario. Cerró los ojos y respiró —un gesto inútil para quien no lo necesitaba, pero cargado de simbolismo—. Se llevó los dedos al corazón, como si comprobara que aún estaba allí el sitio donde Jacob había posado la mano.

“Esto no debe cambiar del plan original.”

Por primera vez en décadas, experimentó la punzada de querer ser algo más que una sombra nocturna. Sin embargo, la realidad se filtró como escarcha: la sed, dormida pero no extinguida; la memoria de un esposo que la había dejado por una líder de otro clan hambriento de poder; el juramento silencioso volvió a su memoria de no apegarse de nuevo jamás a alguien.

Una brisa helada le barrió el rostro. Sacudió la cabeza, ahuyentando el recuerdo del colmillo que casi asomó. Se giró y desapareció en la maraña de callejones, fundiéndose con la niebla espesa de Vancouver.

Detrás, en la plaza, Jacob se llevó los dedos a la mejilla donde el beso había ardido un instante. El viento giró, trayendo el olor a madera quemada desde los suburbios.

Él sonrió y no supo exactamente por qué.

A menos de una manzana, la oscuridad se llevaba consigo un secreto milenario y una lágrima que aún brillaba, una lágrima que lo había acercado un paso más al abismo y, sin embargo, lo salvaba… por ahora.

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