La tarde se desangraba en tonos malva sobre Vancouver cuando Jacob Carrington apagó el motor frente al edificio injertado de cristales donde trabajaba Miranda. El reloj del tablero marcaba las 19:14, hora a la que ella juraba estar saturada de informes, lejos de cualquier tentación.Sin embargo, la intuición—o quizá la punzada certera del desamor—lo había obligado a esperarla. Con el abrigo alzado hasta la barbilla, permaneció dentro del coche, invisible entre el flujo de vehículos que parpadeaban con intermitentes.No tardó en verla.Apareció en el vestíbulo iluminado, y un nudo le cerró la garganta al instante. La risa de Miranda, tan conocida, tan íntima, brotó como una cuchillada dulce. Jacob sintió un sabor metálico en la boca, mezcla de rabia contenida y celos envenenados. Sus ojos, clavados en ella, buscaban una excusa, una duda, pero la escena no ofrecía redención, sujetando una carpeta y riendo con esa vibración que antes reservaba para él.A su lado, el señor Perrin —jefe, m
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