El silencio no era silencio, era un zumbido espeso que se pegaba a las paredes, a la piel, a los pulmones.
Valery lo observó, quieta con el cuerpo muy recto. Su rostro parecía de mármol bajo la luz tenue, pero sus ojos demasiado atentos no lo eran.
Sus dedos se quedaron a mitad de un movimiento que quería ser consuelo.
Está temblando. No por frío, sino por lo que hizo… Por lo que vio
Y, aun así, otra voz dentro de ella susurraba: Y por ti.
—Jacob… Cálmate —murmuró, con voz baja, como si hablar fuerte pudiera despertar algo peor—. Estás en shock.
Extendió la mano, apenas, y la detuvo en el aire.
Quería tocarlo. Pero el instinto, más viejo que cualquier ternura, le recordó la frontera, no cuando él tiembla así; no cuando el miedo lo vuelve un animal salvaje también.
—¿Cómo sabías lo de las balas de plata? —Jacob clavó la mirada en ella, duro; la palabra “sabías” cayó como sentencia y su pulso le golpeó en la garganta—. ¿Cómo?
Valery sostuvo la mirada sin parpadear.
Si le digo todo, lo