El avión despega al amanecer, llevándose consigo más que maletas y pasaportes. Se lleva también un corazón herido que busca escapar de una ciudad que la señaló, que la juzgó y que le arrebató la ilusión de confiar en el amor. Giorgia aprieta los ojos contra la ventanilla, dejando que las luces de la ciudad se hagan cada vez más pequeñas, hasta desaparecer. A su lado, Barron la observa en silencio. No necesita palabras para entender lo que siente su hija: el dolor, la traición, la decepción.
Han pasado apenas unas semanas desde el arresto de Joseph, y aun así, todo parece un recuerdo lejano. Para Giorgia, la herida no está en la cárcel, sino en la mirada rota de Julian, en la desconfianza que le atravesó el alma como un cuchillo. París aparece como la promesa de un nuevo comienzo, un refugio donde nadie la conozca, donde pueda ser solo una mujer más intentando recomponer su vida.
—Todo va a estar bien, hija —le dice Barron, tomando su mano con ternura.
Ella asiente, aunque en el