Todo tiene su recompensa

Capítulo 5: Todo tiene su recompensa 

POV IRENE SAINT

No he logrado comunicarme con Abby, a pesar de mis intentos discretos. Sé que han pasado seis meses desde que desaparecí de Bruselas, pero el silencio que me responde me recuerda que algunas heridas no se cierran con facilidad.

Llegué a Milán con el corazón hecho pedazos. Un nuevo comienzo nunca es sencillo, y sin embargo, debo agradecer que he logrado mantenerme a flote. Ahora vivo en un pequeño apartamento y trabajo a medio tiempo en dos empleos: durante el día sirvo cafés y por la noche organizo estantes en un supermercado. Cada jornada es agotadora, pero cada céntimo que ahorro es un paso hacia mi sueño: estudiar Jurisprudencia en la Universidad Bocconi. Querer asistir a una universidad privada exige sacrificio, pero estoy dispuesta a trabajar y ahorrar todo lo que sea necesario para tener una oportunidad y solicitar una beca.

Lo vivido me marcó profundamente. Ya no soy la mujer risueña que alguna vez fui; en las noches, las pesadillas me persiguen. Recuerdo con un dolor punzante la pérdida de mi bebé y la muerte de mi madre, imágenes que golpean mi corazón como un látigo silencioso.

Lo único que ha traído cierta tranquilidad es que no he vuelto a ver a Aiden Lefevre. Por lo que sé, se casó hace dos meses con la heredera de una de las familias más poderosas de Bélgica. No busco la paz en mi interior con él; no he podido desearle toda la felicidad del mundo. Y aunque no lo pronuncie en voz alta, una parte de mí espera que, de algún modo, pague por el daño que me causó.

Eran ya las tres de la mañana cuando terminé mi turno. Cerré la tienda con movimientos meticulosos, asegurándome de que cada seguro estuviera en su lugar, y emprendí el camino a casa. La calle desierta parecía devorar mis pasos; cada eco resonaba entre los edificios silenciosos como un recordatorio de mi soledad. Entonces, un quejido desgarrador rompió la calma de la noche.

Instintivamente, mis dedos se cerraron alrededor del gas pimienta que, por precaución, había hecho hábito llevar conmigo. Avancé con cautela, el corazón latiéndome acelerado, mientras mis ojos escrutaban la penumbra en busca de cualquier señal de peligro.

Lo que encontré fue un hombre herido. La oscuridad dificultaba distinguirlo con claridad, pero algo en mi interior se activó. A pesar de mi corazón endurecido, decidí ayudarlo. 

—Por favor… déjame ayudarte… mi casa está cerca. Apóyate en mí. —mi voz temblaba ligeramente, pero había firmeza en mis palabras.

Con esfuerzo, lo levanté y lo sostuve para comenzar a caminar.

Era un hombre alto, imponente, quizá tan alto como Aiden, o incluso más. Su peso sobre mí era considerable, y cada paso se sentía como una prueba física de resistencia. Sin embargo, logramos llegar a mi apartamento. Gracias a Dios, tenía un botiquín de primeros auxilios a mano. Entre gasas, alcohol, vendas y analgésicos, comencé a tratar sus heridas.

Lo ayudé a quitarse la camisa. Era negra, por lo que no se veía a simple vista el escandaloso color de la sangre que la manchaba. La retiré con cuidado, dejando libre su torso y revelando la herida en su costado.

—Tranquilo… —le susurré, mientras mis manos trabajaban con delicadeza—. Esto no va a doler.

Afortunadamente, parecía no ser profunda. Tomé una bandita especial, de esas que cierran heridas sin necesidad de sutura, y limpié cuidadosamente la zona antes de cubrirla con una gasa estéril. Mis dedos se mancharon ligeramente de rojo mientras retiraba los restos de sangre que se habían acumulado.

Para mí, aquello no resultaba ni imposible ni extraño; se sentía casi natural. Desde joven había soñado con estudiar medicina, motivada por los años en que cuidé a mi padre enfermo mientras mamá trabajaba. Aprendí entonces a mover mis manos con precisión y ternura, temblorosas pero decididas a aliviar el dolor de quien más amaba. Cada gesto que ahora aplicaba a este hombre herido despertaba recuerdos de aquellos días, mezclando la memoria con una sensación inesperada de calma y propósito.

—Gracias… —murmuró con voz débil, y en su mirada pude percibir un atisbo de alivio.

—No podía dejarte allí… —contesté, manteniendo mi tono firme, aunque mi corazón latía acelerado—. Nadie merece estar solo cuando está herido.—comenté y por un momento no supe si lo debía más para mí que para él.

Mientras colocaba la gasa, un escalofrío me recorrió. Era extraño cómo el contacto humano, incluso en circunstancias tan crudas, podía despertar algo dormido dentro de mí: cuidado, empatía… y algo más, un latido que hacía meses había olvidado. Por primera vez en mucho tiempo, mi corazón recordó lo que era sentir preocupación genuina por otra persona, recordándome, a pesar de todo, que todavía sigo siendo un ser humano.

Al mismo tiempo que lo asistía, no pude evitar percibir la tensión de sus músculos, la manera en que su respiración se entrecortaba y cómo sus ojos irradiaban un misterio que me atraía de manera inexplicable. No era solo su apariencia lo que me inquietaba, sino algo intangible: el dolor que contenía, una vulnerabilidad apenas visible, y a la vez, un aura de fuerza silenciosa que parecía emanar de él con absoluta naturalidad.

Su tono de voz, neutro y controlado, cortó el silencio:

—¿Tienes algún tipo de licor?

—No, no suelo beber —respondí, intentando sonar despreocupada—. Pero tengo unos analgésicos que te ayudarán a descansar.

—Gracias —murmuró.

Fui a tomar un vaso de agua de la cocina y le alcancé los medicamentos. Él los ingirió con cuidado.

—Ven, estarás más cómodo en mi cama; allí podrás descansar hasta la mañana. Yo me quedaré en el sofá.

—No, tranquila… ya has hecho demasiado por mí. No quiero incomodarte.

No insistí. Tomé una colcha y una almohada, y se las di para que se acomodara. Él asintió y se recostó, cerrando los ojos con una expresión que combinaba cansancio y alivio.

—Bueno… ahora descansa. Y, por favor, no me robes nada… o al menos, no los calcetines bonitos —dije, sin pensar demasiado; al fin y al cabo, seguía siendo un desconocido.

—Tranquila, suelo ser muchas cosas pero un ladrón no es una de ellas—respondió con una voz profunda, con un timbre varonil que hacía imposible no prestar atención.

No respondí. Me giré hacia la puerta y me dejé caer en mi cama, cerrando los ojos.

Al día siguiente me desperté como de costumbre a las siete. Lo único positivo era que hoy tenía el día libre en la cafetería y podría descansar un poco más. Miré hacia el sofá: él aún dormía.

Decidí aprovechar la mañana y prepararle un plato de avena; sabía que eso le ayudaría a recuperar fuerzas. Coloqué mis audífonos y dejé que la música llenara la cocina, mi pequeño refugio.

Cuando tuve todo listo, me propuse a servir el desayuno… pero al girar, me topé con un enorme muro de músculos frente a mí. No pude evitar gritar:

—¡Por qué me asustas! ¿No podías anunciarte antes?

—Te llamé varias veces, pero no respondías. Seguro que con esos aparatos en las orejas no me escuchaste.

—Ok, ok… bueno, mira, te preparé el desayuno —dije, recuperando la compostura.

—Siéntame —dijo, señalando una de las sillas de mi pequeño comedor.

Ni él ni yo hablamos mientras comíamos. El silencio se sentía cómodo, casi doméstico.

—Quiero agradecer tu amabilidad y tu ayuda. Salvaste mi vida, y no lo olvidaré.

—No es nada… aunque eso no cambia el hecho de que eres un desconocido, y aún puedes ser peligroso —respondí con una media sonrisa ocultando mi miedo.

—Tienes razón. Puedo ser muy peligroso… pero jamás un hombre malagradecido. ¿Puedes prestarme un celular, por favor?

—Sí, claro —dije, sacando mi teléfono del bolsillo del pantalón y extendiéndoselo—. Haz tu llamada.

Mientras él marcaba, me quedé recogiendo los platos y lavando, dejando que el agua caliente arrastrara los restos del desayuno. Justo cuando pensaba que la mañana seguiría tranquila, escuché su voz tras de mí, baja y cargada de misterio:

—Por cierto… ¿puedo saber cómo se llama mi salvadora?

—¿No puedes comportarte como la gente normal y aparecer con un poco más de discreción? —pregunté, con un hilo de irritación. Él me había vuelto a asustar.

—Te ofrezco mis disculpas por eso —respondió, con esa voz profunda y segura que lograba que hasta mi respiración se hiciera más lenta.

—Está bien, te disculpo… Bueno, permíteme presentarme: soy Irene Saint.

—Un gusto, Irene. —Hizo una pausa breve, cargada de misterio—. Mi nombre es Alessandro. Nuevamente, te agradezco por tu ayuda. Créeme que, el día menos pensado, serás recompensada.

—No te preocupes, lo hice como lo haría cualquier persona —respondí, intentando mantener la calma, aunque un extraño cosquilleo me recorría el pecho.

—Me tengo que ir, Irene… —dijo, y antes de que pudiera decir algo más, desapareció, dejando tras de sí un silencio cargado de misterio que se aferró a la habitación como una sombra.

No podía negarlo: sus palabras retumbaron en mi mente durante semanas. Cada vez que recordaba su mirada y ese tono firme, sentía un extraño nudo de anticipación en el estómago.

Había pasado un mes desde aquella noche, y mi vida continuaba con su rutina. Hasta que una tarde, alguien llamó a la puerta y me entregó un sobre. Era un hombre mayor, serio, que no dijo palabra.

Sentada en el sofá, abrí el sobre con cuidado. Dentro había un folder negro, elegante, en cuya portada estaba escrito mi nombre: Irene Saint.

Al abrirlo y leer su contenido, mi corazón comenzó a latir desbocado. Mis manos temblaban, y por un instante sentí que todo mi mundo se detenía. Lo que contenía aquel folder era algo que jamás habría imaginado, algo que podía cambiar mi vida…

Anika

¿Quién será este hombre misterioso?

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