Contrato de Matrimonio

Capítulo 8: Contrato de Matrimonio 

POV IRENE SAINT 

Dicen que la vida siempre ofrece señales, aunque a veces me pregunto si realmente sabemos descifrarlas o si, por el contrario, no somos más que piezas arrastradas por el capricho del destino. Tal vez por eso terminé en el asiento del automóvil de Alessandro Balestri, con el corazón desbocado. No latía por miedo, sino por esa incertidumbre que se clava en la piel y me obliga a cuestionarme quién es él en realidad.

Necesito comprenderlo con exactitud: sus intenciones, sus motivos, la verdadera razón por la que decidió tenderme la mano cuando más perdida estaba. Porque no puedo negar que gracias a él recibí los medios para ser lo que hoy soy. 

Y aun así, la duda persiste… ¿qué hay detrás de su generosidad?

No ha pasado un solo día sin que mi mente regrese al recuerdo de mi bebé y de mi madre, arrebatados cruelmente por una familia que lo destruyó todo, y por ese amor envenenado que Aiden me ofreció. Él fue mi caída, mi ruina, la cicatriz que me recuerda quién fui y lo que me robaron.

Cuando el señor Balestri pronuncia la palabra venganza, una chispa recorre mis venas, encendiendo un fuego que creí extinguido. Me descubro preguntándome, con una mezcla de temor y esperanza:

«¿De verdad es posible hacerlos pagar por lo que me hicieron?»

Su mirada, imponente e insondable, parece contener la respuesta, aunque su voz solo pronuncia lo necesario:

«No estás sola.»

—No tengas miedo, Irene. —su voz, grave y magnética, quebró el silencio con la calma de quien controla cada palabra—. Mi intención jamás ha sido hacerte daño.

Lo miré con fijeza, sintiendo el aire denso en el interior del vehículo.

—No es miedo lo que siento —respondí con voz baja, aunque firme—. Es incertidumbre… la necesidad de saber  lo que usted oculta en realidad.

Su rostro giró lentamente hacia mí. Sus ojos brillaron con un destello indescifrable y enseguida dejó escapar una carcajada breve, profunda, un sonido cargado de diversión ante mi atrevimiento.

—No es lo que oculto, Irene —dijo con una sonrisa apenas insinuada—. Es lo que voy a mostrarte. Aguarda un poco más…

Asentí en silencio. Lo desconcertante era que, pese al misterio que lo rodeaba, su voz no me perturbaba; al contrario, me envolvía con una calma inquietante, una fuerza invisible que sostenía mis pasos aun en medio de mis dudas.

Después de un trayecto que se me hizo eterno, el automóvil se detuvo frente a una mansión imponente. La fachada, elegante y majestuosa, parecía hablar de poder y secretos antiguos. El señor Balestri descendió con naturalidad y, en un gesto de caballerosidad, me ofreció la mano para ayudarme a salir.

—Bienvenida a mi casa, señorita Saint.

—Gracias, señor Balestri. Pero le confieso que más allá de su hospitalidad, me gustaría que vaya al grano —contesté en un tono neutral, sin intenciones de sonar descortés, pero dejando en claro que no estaba allí para juegos sociales.

Él arqueó apenas una ceja, como quien aprecia un rasgo inesperado.

—Directa… lo respeto. —Me hizo un ademán con la mano—. Pase, por favor.

Atravesamos un largo pasillo iluminado con luces cálidas que proyectaban sombras alargadas sobre los muros de mármol. Cada paso que daba incrementaba mi ansiedad. Al llegar a un despacho amplio y solemne, dominado por un escritorio de madera oscura, me indicó que tomara asiento.

Me acomodé con elegancia, conteniendo el temblor en mis manos. Frente a mí, Alessandro se adueñó de su silla con la autoridad de un monarca; su sola presencia colmaba la habitación y parecía reclamar cada rincón para sí.

—Lo escucho, señor Balestri. —Mi voz sonó más firme de lo que me sentía.

Por un instante, sus labios se curvaron en una mueca cercana a una sonrisa, aunque sus ojos permanecieron insondables.

—Está bien, señorita Saint. Iremos al grano. —Se inclinó hacia un cajón y extrajo dos carpetas, que colocó con cuidado sobre el escritorio—. Solo le pido algo: escúcheme con atención… y analice cada palabra antes de tomar una decisión.

—Por supuesto —respondí, inclinándome hacia adelante.

Él entrelazó sus dedos sobre la mesa y me observó con intensidad antes de hablar.

—Sé que me reconoció en el evento. Que supo, en cuanto me vio, que yo era aquel desconocido con el que habló en la estación de tren años atrás. Y también sé que, al mirarme de frente en el evento, recordó el día en que me salvó, cuando curó mis heridas.

Mi respiración se aceleró. Sus palabras rasgaron los recuerdos que guardaba en lo más profundo de mi memoria. Siempre sospeché que aquel hombre al que ayudé era el mismo que, tiempo después, me brindó una beca inesperada.

—Aquel día vi en usted algo más que compasión —continuó él, con un tono grave que vibró en el aire—. Vi valentía, determinación. Y fue esa imagen la que me llevó a enviarle esa oportunidad. Al principio, nada más que un gesto de gratitud. Pero el destino… —hizo una breve pausa, apoyando la yema de sus dedos sobre los folders— …el destino tenía otros planes.

—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté con cautela, mi voz quebrándose levemente entre la curiosidad y el desconcierto.

Sus ojos se afilaron, clavándose en los míos como dagas.

—Que descubrí algo más, Irene. Algo que nos une mucho más de lo que cree.

—¿Y qué es eso que tenemos en común, señor Balestri? —dije con un hilo de voz, incapaz de disimular la tensión.

Un silencio prolongado se apoderó de la sala. Después, con una serenidad implacable, pronunció las palabras que hicieron que mi corazón se detuviera por un instante:

—Un enemigo en común. Los Lefevre. A usted la destrozaron, la desecharon… y a mí me condenaron.

El eco de aquel apellido —Lefevre— y del nombre que me arrebató todo, desgarró el aire. Alessandro me observaba con un fuego oscuro en la mirada, y yo comprendí que esa conversación era solo el principio de algo mucho más grande.

Mi silencio pareció otorgarle permiso para continuar. Alessandro entrelazó sus manos sobre el escritorio y me sostuvo la mirada con la serenidad de quien sabe que cada palabra tiene un peso calculado.

—Señorita Saint… usted ha alcanzado un lugar privilegiado en la sociedad italiana, un mérito que pocos logran por sí mismos. Pero conmigo —su voz descendió en un murmullo grave, envolvente— no serán solo Italia o Europa quienes reconozcan su nombre… será el mundo entero el que se incline a sus pies. Usted posee la astucia, la inteligencia, la sangre fría que requiere una reina. Y yo… yo tengo el poder necesario para aplastar a quienes la destruyeron.

Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Sentí mis emociones abrirse paso con violencia, derribando el muro que me había forzado a mantener erguido durante tanto tiempo. Cada palabra suya removía la herida que llevaba tatuada en el alma, despertando la furia que había jurado contener. Recordé las cenizas de mi madre, aquel juramento hecho con lágrimas y rabia: volvería para vengar su muerte.

Las imágenes me golpearon sin piedad: la sonrisa hipócrita de Aiden, las mentiras dulces que me envenenaron, las miradas cargadas de desprecio de Mónica Lefevre, cada fragmento de dolor que me convirtió en la mujer que soy.

—Entonces, dígame, señor Balestri… —mi voz salió más firme de lo que esperaba, quebrada apenas por la emoción— ¿cuál es su propuesta?

Él no respondió de inmediato. Se tomó unos segundos, inclinándose hacia uno de los cajones del escritorio. El silencio se extendió como un filo invisible, agudizando mi ansiedad. Finalmente, tomó un folder negro y lo deslizó hacia mí con un movimiento lento, casi ceremonial.

—Es sencillo, señorita Saint. —Sus ojos no me dejaron escapar ni un segundo—. Este es el primer paso.

Con cierta cautela, tomé el documento y lo abrí. La respiración se me entrecortó al leer las letras impresas en la portada, imponentes, imposibles de ignorar:

“CONTRATO DE MATRIMONIO”

Sentí cómo la sangre me abandonaba el rostro. Alcé la vista hacia Alessandro, buscando alguna explicación, pero en su rostro solo encontré aquella sonrisa enigmática, apenas insinuada, que contenía más promesas y peligros de los que me atrevía a imaginar.

—¿Un contrato… de matrimonio? —musité, incapaz de ocultar la incredulidad en mi voz.

—Exactamente, Irene —respondió con la calma de quien revela una jugada maestra—. Y le aseguro que este documento no solo cambiará su destino… sino que será la llave para destruirlos a todos.

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