Lo que me pertenece

Capítulo 4 

Lo que me pertenece 

POV Aiden Lafevre

Mi viaje se extendió más de lo previsto y, en cuanto concluyeron las reuniones de trabajo, tomé la decisión de regresar a Bruselas en mi jet privado. Con un leve gesto indiqué a una de las aeromozas que me sirviera un vaso de licor añejo. Mientras el cristal frío rozaba mis dedos, una sensación de pesadez y desasosiego se apoderó de mí, envolviéndome por completo.

Maldita sea… lo que más me enfurece no es el dolor ni el caos en sí, sino que todo se haya escapado de mi control, un desorden que se incrustó en mi mente y me quema como un puñal ardiente.

«Irene», susurré mientras el whisky recorría mi garganta, intentando calmar un torbellino que ni el alcohol podía domar. Necesitaba algo que me devolviera el control, algo que apaciguara la tormenta que me consumía por dentro.

Irene fue atropellada, y no niego que me dolió verla así. Pero, junto a la preocupación, un fuego de ira también me recorrió: ¿cómo podía ser tan terca? ¿cómo explicarle que mi madre jamás permitiría nuestra unión, o que aún no tenía el poder suficiente para protegerla? 

Fue ella.. quien con su obstinación y rebeldía me empujó a hacerle daño.

Conozco demasiado bien la dureza de Mónica Lefevre, mi madre: su ambición y su frialdad no conocen límites. Ahora que planea casarme con Astrid de Looz, la presión sobre mí se ha vuelto casi insoportable, y cada movimiento se transforma en un juego de poder donde cualquier error puede ser fatal. 

Irene estaba embarazada, y mi madre ya lo sabía; su furia, predecible y despiadada, estalló con la violencia que esperaba. Pero ese asunto… ya está bajo control. Sé cómo maniobrar frente a ella, y su enojo se disipó apenas descubrió que Irene había sufrido un aborto espontáneo.

Conociendo la fortaleza de Irene, ordené a los médicos que la mantuvieran sedada durante cuatro días, hasta mi regreso de Francia. Mi madre me envió allí para cerrar un negocio multimillonario, y como nuevo CEO, debía cumplirlo.

Fue Vladimir, mi mano derecha, quien me reveló la verdad más oscura: mi madre había dado la orden de quemar la casa de Irene. Quería dejarla sola, vulnerable… esperando que yo cediera, que me apartara de ella. Pero no lo haré. Jamás. Irene no es de nadie más. Me pertenece. Solo a mí. Es mi  mujer. 

Cada latido de mi corazón, cada pensamiento, cada decisión… todo está destinado a reclamarla. Nadie, ni siquiera mi propia madre, se atreverá a arrebatármela.

Necesito hablar con Irene, sostener su mirada y obligarla a comprender que, aunque todo parezca desmoronarse, sigue siendo mía. Que, frente a la crueldad, la manipulación y el dolor, nadie podrá protegerla ni amarla con la devoción absoluta y feroz con la que yo lo hago.

Aunque para tenerla a mi lado deba convertirla en mi amante, lo haré, y ella no tendrá más opción que aceptarlo.

Apenas el avión tocó tierra, vi a Vladimir aguardándome y, sin perder un segundo, le ordené llevarme al hospital. Confiaba en que todavía mantuvieran a Irene sedada, tal como lo había exigido.

El médico que la atendió salió a mi encuentro con evidente nerviosismo.

—Buenas noches, señor Lefevre. Supongo que busca a la señorita Saint. Lamento informarle que ya no está aquí. Ayer, por órdenes de su madre, fue dada de alta, y no poseemos información sobre su destino.

Cada palabra pronunciada por ese hombre avivaba el fuego de mi ira. Lo miré con el ceño fruncido, y mi sola expresión bastó para que se estremeciera bajo mi presencia.

—¿No fui claro cuando ordené que la mantuvieran sedada hasta mi llegada?

—Sí, señor, pero su madre nos amenazó. Ella es la principal socia de este hospital, y no podíamos contradecirla.

Contuve un gruñido de rabia.

«Maldita seas, Mónica… una vez más, un paso por delante.» pensé.

No respondí nada más. Me di media vuelta y, con voz gélida, le ordené a Vladimir:

—Que los responsables paguen.

Él sabía perfectamente lo que esas palabras significaban: nadie me traicionaba sin consecuencias.

—Sí, señor —respondió con firmeza.

—Quiero que movilices todos los contactos. Rastrea vuelos, bancos, registros… todo. No me importa si tienes que descender al mismísimo infierno: quiero a Irene localizada.

—Así será, señor.

Al salir del hospital ordené que me llevaran a la casa de Irene; sin embargo, al llegar y  contemplar en lo que se había convertido aquel lugar, un escalofrío helado recorrió mi espalda.

«¿Dónde diablos estás?» murmuré entre dientes.

Entonces mi mente se aclaró: Abby. Su inseparable amiga. Seguro estaría con ella.

—Vladimir, condúceme a la casa de Abby Montclair.

Él asintió y me llevó. Ya habíamos pasado por allí en algunas ocasiones, al recoger a Irene durante este año de relación.

Suspiré, recordando el instante en que la conocí. Fue en una cafetería, el día de su cumpleaños número dieciocho. Yo, harto de la sofocante presión de mi madre y de la asfixiante carga universitaria, me refugié de la lluvia en aquel lugar. Entonces apareció ella, con esa sonrisa que me desarmó desde el primer momento.

Tan cercana, tan luminosa… en poco tiempo cayó rendida, y yo descubrí que con ella podía ser verdaderamente yo mismo. Desde que iniciamos nuestra relación, supe que mi madre jamás la aprobaría, pero decidí entregarme a esa aventura, consciente de que sería un desafío directo a las reglas de mi mundo.

Irene tenía ese don inigualable: hacía que hasta el más orgulloso de los hombres se sintiera único, importante, a pesar de su apellido, de su posición social. Con ella, el mundo parecía menos cruel, más esperanzador.

Pero todo se vino abajo con ese maldito embarazo. La furia desatada en mi madre por aquella noticia ha multiplicado mis problemas más de lo que llegué a imaginar.

 Cuando llegamos, Vladimir tocó la puerta de Abby. Ella abrió, pero apenas reconoció mi rostro intentó cerrarla de inmediato.

Yo, un hombre de metro noventa y complexión atlética, sabía perfectamente que esa frágil criatura no representaba obstáculo alguno.

Me acerqué con pasos firmes, clavando mi mirada en la suya. El miedo se reflejaba con nitidez en sus ojos, pero a mí no me importaba.

—¿Dónde está Irene? —pregunté con voz grave.

—No lo sé… —balbuceó, temblorosa.

Me incliné hacia ella, dejando que mi presencia la envolviera como una amenaza palpable.

—Abby, mi querida Abby… no te conviene hacerme enojar. Necesito tu colaboración antes de que la poca paciencia que me queda se agote.

Ella me sostuvo la mirada, aunque la voz le temblaba de rabia.

—Aidan, no lo sé… y créeme que, aunque lo supiera, jamás te lo diría. Tú eres un maldito monstruo, no la mereces.

Sus palabras me atravesaron como cuchillas, removiendo en mi interior una furia incontrolable. Sin pensarlo, la empujé contra la pared con brutalidad. Mi mano se cerró alrededor de su frágil cuello, apretando con fuerza mientras la observaba retorcerse bajo mi control.

—Si no quieres morir aquí mismo, dime dónde diablos está ella.

Lágrimas brotaron de sus ojos enrojecidos, su voz entrecortada apenas logró suplicar:

—¡No lo sé, Aidan, por favor… suéltame!

Solo entonces comprendí que decía la verdad. En realidad, no tenía idea de dónde estaba Irene.

Y, de pronto, un miedo insoportable me atravesó: el temor de no volver a verla jamás. Esa idea se incrustó en mi mente como una daga, dejándome al borde de la desesperación.

Salimos de allí y me retiré a mi departamento. El silencio pesaba sobre mí como un manto oscuro, hasta que la voz de Vladimir lo quebró con cautela:

—Señor, acaban de confirmarme que la persona que solicitó ya está en una casa de retiro… sana y salva.

Una sonrisa lenta y amarga se dibujó en mis labios. En medio de tanta desolación, al fin una chispa de buena noticia iluminaba la penumbra. Me serví una copa y dejé que el cristal helado descansara en mi mano mientras pensaba en ella.

—Irene Saint… —susurré con un dejo de melancolía—. Tarde o temprano tendrás que regresar. Porque ahora… tengo en mi poder a alguien demasiado importante para ti.

Anika

Hola a todos mis lectores les invito a seguirme en mi página oficial F* Anika Espero que les guste este primer libro 📕 No olviden comentar para saber que han iniciado esta aventura

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