POV AIDEN LEFEVRE
Han pasado seis malditos años desde que perdí el rastro de Irene. Seis años en los que cada día he desplegado recursos, contactos y estrategias para encontrarla, y aun así, sigue siendo un fantasma que se me escurre entre los dedos. No he retirado la vigilancia sobre su amiga, con la esperanza de que en algún momento se comunique con ella… pero ese día jamás llegó. El tiempo no se detuvo. Al contrario, me obligó a endurecerme. He tomado mayor control del imperio Lefevre; mi madre ya no es un obstáculo, ni en la mesa de juntas ni en mis decisiones. Para consolidar mi posición, tuve que hacer lo impensable: casarme con Astrid. Sí, es atractiva, con un cuerpo que sabe usar y una energía insaciable en la cama… pero por más que intente distraerme, ella nunca será mi Irene. Cada noche, fiel a un ritual que me consume, me encierro en mi despacho: mi único santuario. Allí, rodeado del aroma amaderado de los licores y del humo de mis cigarros, enciendo la lámpara de escritorio y saco aquella fotografía de Irene, la única reliquia que me mantiene vivo. Miro su rostro, sus ojos que parecieran atravesar el tiempo y la distancia, y mientras el alcohol me quema la garganta, susurro con la voz quebrada: —¿Dónde estás, Irene? El silencio pesado de la habitación me responde como todas las noches, pero hoy es interrumpido por unos golpes insistentes en la puerta. Golpes que rompen mi ritual, que me arrancan de ese instante íntimo con su recuerdo. De inmediato guardo la fotografía en el cajón secreto y lo cierro con llave. Me levanto con fastidio, caminando con pasos pesados hacia la puerta. Al abrirla, la imagen de Astrid se planta frente a mí: está envuelta en una lencería provocativa, negra, con encajes que resaltan cada curva de su cuerpo. Su perfume dulce e intenso invade mi espacio. —Cariño… —su voz es melosa, cargada de una sensualidad ensayada—. ¿Por qué siempre te encierras en este lugar? —avanza hacia mí, intentando colarse en el despacho. Le bloqueo el paso con el brazo extendido. Ese sitio no le pertenece; es lo único que aún me une a Irene. —No aquí, Astrid. Este lugar no ya te lo he dicho muchas veces. —Mi voz es firme, cargada de una frialdad que ella prefiere no discutir. Ella arquea una ceja, me mira con un gesto entre molesto y desafiante, pero termina girando con un movimiento elegante y presuntuoso. —Entonces… subamos a la alcoba —dice con fingida dulzura. Cierro la puerta con llave y la sigo. Sus caderas se balancean de manera calculada con cada paso por las escaleras, y aunque sé que muchos matarían por estar en mi lugar, para mí no es más que un espejismo vacío. Su belleza es pura fachada, un lujo carente de esencia. Sé que mi madre nos ha presionado con el tema de darle un heredero al apellido Lefevre. Lo ignora, pero yo ya tomé mi decisión hace mucho: me hice una vasectomía. En secreto, claro. Aseguré mi futuro dejando la posibilidad de revertirla y congelando mi semen, porque cuando encuentre a Irene —y la voy a encontrar— le daré ese hijo que nos fue arrebatado y que tanto le dolió perder. Ese será mi verdadero legado, mi redención con ella, no el fruto de esta farsa con Astrid. Así que finjo. Aparento que lo intento con Astrid, que cumplo con mi “papel de esposo”. En realidad, cada noche se ha vuelto un teatro repetitivo de tres meses: ella me reclama atención, yo cumplo con mi deber, y al final todo termina igual, en un vacío insoportable. Esa noche no es distinta. La miro acomodarse en la cama con una sonrisa calculada, creyendo que controla el juego. Me acerco, me deslizo sobre ella y cumplo mi tarea. Sus gemidos llenan la habitación, su cuerpo vibra bajo mis movimientos… pero en mi mente, no es ella quien está ahí. Cada curva que toco, cada suspiro que escucho, cada estremecimiento que provoco… pertenece a la única mujer que realmente amo: Irene Saint. Y mientras mi cuerpo se mueve en automático, mi alma, mi corazón y mi deseo laten por ella… y solo por ella. …………………… Al día siguiente, siguiendo mi rutina habitual, me dirigí a Lefevre Corp. La ciudad despertaba con su usual ritmo frenético, pero yo me mantenía concentrado en mis prioridades. Al llegar, Lucas, mi asistente, ya me esperaba con la agenda del día perfectamente organizada. —Buenos días, señor Lefevre —saludó, extendiéndome el portafolio—. Debo recordarle que hoy usted y su esposa, además de la señora Mónica, están invitados al banquete de bienvenida que las empresas Balestri han organizado para su CEO. No había recordado ese detalle, aunque no era casualidad. Esas empresas representaban competencia directa, por lo que lo más prudente era transformarlas en aliados estratégicos. —Está bien, Lucas. Allí estaremos —respondí, tomando aire mientras revisaba mentalmente los compromisos—. Envíales un recordatorio a mi madre y a Astrid… —Hice una breve pausa antes de añadir, con el tono que solo uso en asuntos que me importan de verdad—. ¿Hay alguna información nueva sobre la localización de Irene? Lucas bajó ligeramente la mirada antes de responder: —En realidad, hay un avance, señor… pero aún no ha sido verificado. Solo pensar que finalmente podría haber noticias sobre Irene hizo que una sombra de anticipación cruzara mi rostro. Al caer la tarde, decidí ir temprano al evento, asegurándome de tener margen suficiente para observar, calcular y mantenerme en control. Al despedirme de Lucas: —Lucas, por favor no olvides pedirle al investigador toda la información. Sea lo que sea, quiero tenerla mañana temprano en mi escritorio. —Sí, señor. Puede tener por seguro que lo haré —respondió con profesionalismo, sin atreverse a mostrar emoción. Al llegar a casa, agradecí que Astrid aún no estuviera presente. Según las sirvientas, se encontraba en el salón de belleza, así que aproveché para darme una ducha rápida. Me enfundé en uno de mis esmoquin hechos a medida, ajustando cada pliegue y cada botón para que todo quedara impecable. Justo cuando terminé de colocarme mi reloj de oro, Astrid entró, radiante y lista para el evento. —Cariño, estoy lista para acompañarte —dijo, sonriendo con esa seguridad que tanto la caracterizaba. Sonreí con cortesía, manteniendo la distancia emocional que me protegía. Astrid estaba impecable: rubia, con ojos verdes intensos, alta y esbelta. Aquella noche llevaba un vestido verde que delineaba cada curva de su cuerpo con precisión casi perfecta. Aun así, su belleza exterior no podía compararse con el recuerdo que Irene había dejado en mí. —Muy bien, Astrid. Entonces, vamos —respondí, guiándola hacia la limusina con la misma serenidad calculada que mantenía frente a todos. Al llegar al salón de banquetes, la luz cálida de los candelabros se reflejaba sobre los cristales, mientras los invitados, elegantemente vestidos, conversaban en grupos estratégicamente dispersos. La música suave del cuarteto de cuerdas envolvía el ambiente, creando una atmósfera de lujo y protocolo. Mi madre, Mónica Lefevre, se encontraba cerca de la entrada, impecable en un vestido negro de seda, observando a los invitados con la mirada que solo ella sabía emplear: calculadora, evaluadora, dominante. Al notar nuestra llegada, su rostro se iluminó con una sonrisa medida. —¡Ah, mis hijos! —dijo con esa mezcla de afecto protocolario y autoridad natural—. Qué gusto verlos listos para la gala. Asentí con un gesto medido, presentando a Astrid delante de todos, un accesorio más de mi mundo cuidadosamente construido. La frialdad era indispensable; lo había aprendido hace años, cuando comprendí que cualquier muestra de emoción genuina, hacia Irene o hacia los asuntos personales, habría sido una vulnerabilidad que no podía permitirme, ni entonces ni ahora. —Buenas noches, madre —dije, cuando nos acercamos—. Gracias por venir, esta noche es importante para poder generar colaboraciones con este CEO italiano. Astrid sonrió, sin notar la distancia en mi tono, mientras nos adentrábamos en el salón. Cada detalle del lugar, cada invitado, cada conversación servía como un recordatorio silencioso de que el mundo a nuestro alrededor se movía al ritmo que yo decidía, aunque en mi interior, la única preocupación que realmente importaba era la posibilidad de que Irene apareciera de nuevo en mi vida. Cuando el evento comenzó, el maestro de ceremonias anunció: —Recibamos con un gran aplauso al señor y la señora Balestri. Las luces se enfocaron en la pareja que entraba. Mi mirada se detuvo, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Cada latido de mi corazón retumbaba en mis oídos. No podía ser… ¿era ella? Mi Irene. Un susurro seco cruzó mi mente, mezclado con incredulidad y deseo: —No puede ser… Mi respiración se volvió pesada, y por un segundo dudé entre acercarme o quedarme inmóvil, mientras todo mi control empezaba a resquebrajarse. Supe que era ella en el instante en que nuestras miradas se encontraron. Esos eran los ojos que nunca olvidaré.