10. Todo, excepto amor

POV ALESSANDRO BALESTRI

Mientras la observo marcharse, bebo un trago. Irene es una mujer fascinante y debo admitir que no me ha decepcionado: firmó el contrato con la misma frialdad con la que yo lo esperaba. Al igual que yo, lo último que busca es amor.

«Mónica Lefevre… muy pronto sabrás de mí».

Una sonrisa se dibuja en mis labios al imaginar su rostro al enterarse de que me he casado con Irene.

…………………………

El momento ha llegado. Hoy me casaré con Irene. Una boda rápida, sí, pero no por ello menos impecable. Desde la ventana de mi habitación observo el movimiento en el jardín de mi mansión: camareros alineados como soldados, invitados tomando asiento con discreción, flores perfectamente dispuestas. Todo se desarrolla bajo el orden que he impuesto.

Frente al espejo ajusto con precisión el nudo de mi corbata. El esmoquin negro cae sobre mí como una segunda piel; cada pliegue, cada detalle, habla de poder y de control. El reloj de bolsillo marca que el mediodía se acerca: el momento en que la ceremonia dará inicio. He contratado a un juez, nada de iglesias ni de sentimentalismos; esta unión será civil, práctica, como todo lo que decido en mi vida.

Al abrir la puerta, me encuentro con Víctor, siempre puntual, siempre leal. Su voz firme resuena en el pasillo:

—Señor, la novia ya ha llegado.

Lo miro sin prisa, dejando que el silencio se imponga antes de responder:

—Estoy listo, Víctor. Vamos… ha llegado la hora.

Él, con la formalidad de quien me ha acompañado en mis triunfos y en mis sombras, agrega:

—Permítame decirle que usted luce impecable, señor.

Le concedo una leve sonrisa, apenas un destello de aprobación. Le palmeo el hombro, un gesto breve pero sincero hacia quien ha sido más que un asistente, un aliado en mis travesías. Después, mi expresión vuelve a endurecerse. No hay espacio para dudas ni emociones innecesarias.

Los invitados que seleccioné no son muchos, pero sí los necesarios: cada uno de ellos tendrá la misión de difundir esta unión en los círculos correctos. No es una celebración de amor, es un anuncio público de poder.

La música comienza a sonar y, con ella, la expectación. Irene aparece en el umbral, envuelta en un vestido de novia tan elegante como provocador, que realza cada una de sus curvas con un magnetismo imposible de ignorar. En sus manos sostiene un delicado ramillete de flores blancas, símbolo de pureza que contrasta con la naturaleza de este acuerdo.

Cuando se acerca, la recibo con una sonrisa medida, de esas que sugieren cortesía y dominio al mismo tiempo.

—Bienvenida, Irene —murmuro, tomando su mano y depositando un beso ligero en ella.

—Gracias, señor Balestri —responde con una voz dulce pero firme.

—Llámame Alessandro. A partir de hoy no seremos simples cónyuges… seremos esposos, aliados y un mismo frente.

Ella sostiene mi mirada, sonríe con un leve asentimiento, y el pacto queda sellado antes de la ceremonia.

Avanzamos juntos hasta el lugar donde el juez nos aguarda. La ceremonia transcurre con celeridad: apenas veinte minutos en los que se entrelazan las fórmulas solemnes hasta llegar al instante crucial. Ambos estampamos nuestras firmas, sellando no un simple matrimonio, sino una alianza meticulosamente trazada y con ello la colocación de nuestras alianzas, unos anillos que me tomé la libertad de mandar hacer.

Los aplausos de los invitados rompen el silencio solemne. Entonces, llega el gesto que todos esperan. Giro hacia Irene, la observo a los ojos y, sin pronunciar palabra, le pido permiso con una mirada. Ella responde con un leve movimiento de cabeza. Me acerco despacio, mi mano en su cintura la atrae hacia mí mientras con la otra sostengo suavemente su rostro. Nuestros labios se encuentran en un beso breve, intenso, delicioso en su fugacidad. Un beso que, más que ternura, proyecta control.

Ella sonríe después para las cámaras, tan diestra como yo en el arte de las apariencias.

Alzando la copa, impongo mi voz sobre el murmullo de los asistentes:

—Hoy, ante ustedes, brindo por Irene… mi esposa. Que el camino que iniciamos hoy esté marcado no solo por la fortuna, sino por el éxito que ambos sabremos conquistar.

El cristal de las copas se encuentra. Irene, radiante y elegante, se mueve con naturalidad entre los presentes. A mi lado, representa justo lo que necesito: belleza, sofisticación… y un misterio que aún no termino de descifrar.

La noche cae sobre la mansión, envolviéndola en un silencio solemne. Los invitados ya se han marchado, y Víctor disfruta del único día libre que le he concedido en meses. Solo quedamos Irene y yo.

Nos dirigimos a mi despacho, ese espacio donde cada mueble respira autoridad y cada sombra guarda secretos. Sirvo dos copas de vino y me recuesto en el sillón de cuero.

—Para ser nuestro primer día fingiendo el matrimonio perfecto, debo admitir que ha sido un éxito, Irene —dije con tono grave, observándola fijamente.

Ella se acomoda con elegancia, cruzando las piernas y dejando que la tela de su vestido se deslice con naturalidad.

—Al parecer sí, Alessandro. Debo reconocer que tienes un don para manejar escenarios… incluso los más delicados.

Una leve sonrisa se me escapa. Hay algo en la manera en que pronuncia mi nombre que lo convierte en un arma: elegante, peligrosa, casi adictiva.

—Hoy fue apenas el inicio. Según lo planificado, la próxima semana viajaremos a Bruselas. Allí organizaré una recepción para que toda la alta sociedad nos rinda la bienvenida como corresponde.

Ella sonríe con un brillo intrigante en los ojos, consciente del peso de esas palabras.

—Dime, Irene… ¿ya revisaste la información que te entregué? —pregunto, inclinándome hacia adelante, dejando que mi voz roce la intimidad.

—Lo hice —responde con calma, aunque percibo un destello de tensión en su mirada—. Debo confesar que me ha sorprendido más de lo que esperaba. No comprendo del todo lo que te hicieron, Alessandro… pero puedo intuir que no fue poca cosa.

Me levanto de mi silla para acercarme lentamente, dejando que mis pasos resuenen en el suelo de mármol como un recordatorio de quién marca el compás de este juego. Tomo su barbilla con suavidad, obligándola a sostener mi mirada.

—Todo a su debido tiempo, mi hermosa esposa —susurro con firmeza, antes de soltarla y erguirme de nuevo.

Le ofrezco mi mano. Ella la acepta sin dudar.

—Ven, es hora de descansar. Te llevaré a tu habitación.

Subimos a la planta alta, la mansión respira un silencio solemne a nuestro alrededor. Al abrir la puerta de su habitación, dejo que ella contemple cada detalle: la mandé personalizar de acuerdo con sus gustos, aquellos que investigué cuidadosamente. La observo mientras recorre el lugar con la mirada; cuando baja la guardia, sus gestos son claros, imposibles de ocultar.

—¿Te gusta? —pregunto con serenidad.

—Sí… es hermosa —responde, dejando entrever una satisfacción genuina.

Camino hacia el gran ventanal y me vuelvo para encararla. La luz de la luna nos ilumina con un resplandor plateado.

—Aquí estarás cómoda —digo con voz grave—. Irene, ahora soy tu esposo. Cuenta conmigo. Puedo ofrecerte el mundo y colocarlo a tus pies. Te daré lo que quieras… excepto amor.

Ella sostiene mi mirada, firme, y una sonrisa enigmática se dibuja en sus labios.

—Eso es perfecto, Alessandro… lo último que necesito es complicar mi vida con amor.

Su respuesta me arranca una leve sonrisa oscura, una que confirma que ambos sabemos exactamente el tipo de juego que empezó hoy.

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