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3. El primer capítulo de mi nueva vida

POV IRENE SAINT

¿Qué había hecho yo para merecer tanto sufrimiento? ¿Acaso el universo me castigaba por haberme enamorado a ciegas, por elegir al hombre equivocado? La idea de no poder tener hijos me consumía desde dentro; el dolor se volvía más agudo al comprender que, en este mundo, estaría sola para siempre: sin un abrazo que me sostuviera, sin un refugio donde apoyar mi alma herida.

Una voz femenina rompió el silencio. Al posar una mano sobre la mía, el bisturí resbaló y cayó al suelo con un sonido sordo. No era el final; era el momento en que la rendición encontró un freno inesperado.

—¿Qué intentabas hacer? —preguntó la enfermera, con firmeza.

No respondí. Quizá ni siquiera yo misma era consciente de lo que estaba a punto de hacer. La mujer me miró con compasión y, con voz serena, añadió: —Sea cual sea el problema, la muerte nunca es la solución.

Esas palabras resonaron en mi como un eco prolongado, obligándome a mirar más allá del dolor. Mientras aún luchaba por recomponerme, la enfermera me ayudó a incorporarme y a vestirme. Unas horas después me dieron el alta; salí del hospital con el cuerpo maltrecho, pero con algo dentro de mí que se negaba a rendirse.

Al salir del hospital, comprendí la magnitud de todo: desde el día en que Aiden me mostró su verdadero rostro habían transcurrido cinco interminables días… cinco días que habían transformado mi vida en un páramo de dolor.

Fui a mi casa y la encontré en escombros.

El dolor que llevaba dentro, ahora amplificado al ver los restos de mi hogar, se volvió letal. Sin fuerzas, caí de rodillas formando parte de todo lo que los Lefevre destruyeron.

—Mamá… perdóname por no haberte cuidado…¡Hijo mío, perdóname! he fallado en mi misión como madre, al no poder resguardarte de quien, por naturaleza, debería haberte amado tanto como yo.—Murmuré entre sollozos desgarrados, mientras sentía cómo mi corazón se hacía añicos, reducido a fragmentos que caían en el abismo de un dolor inconmensurable.

Pero entonces, entre el llanto, una chispa de furia comenzó a encenderse en mí.

—Mamá, te juro que estas son las últimas lágrimas que derramaré en esta vida—dije con voz quebrada, pero firme—. Hoy mi alma está rota, pero de estas mismas cenizas renaceré. Vengaré tu muerte… la de mi bebé, juro que algún día ellos pagarán por lo que hicieron.

Perdida en mis recuerdos y en mi dolor, de pronto una voz conocida resonó:

—Irene… ¿eres tú? —preguntó, temblorosa.

—Abby…—respondí, dándome la vuelta. Antes de que pudiera reaccionar, ella se lanzó sobre mí, abrazándome con fuerza.

—Irene… lo siento tanto… —sollozó, con la voz quebrada—. Tu madre… murió. Me entregaron sus cenizas cuando fui al hospital;… ella… murió por asfixia. Te busqué, te llamé por todas partes… no sabía dónde estabas.

—Abby… —empecé, entre lágrimas—… ha sido terrible. Me atropellaron, perdí a mi bebé, recién me dieron de alta… y todo esto… sé que tiene que ver con Mónica Lefevre.

—¿La madre de Aiden? —preguntó, con los ojos abiertos por el horror.

—Sí, Abby —dije, apretando los puños—. Tengo que irme. No quiero que nada te pase… y tampoco quiero volver a ver a Aiden —agregué mientras comenzábamos a caminar, mi corazón latiendo desbocado.

—Irene… ven, vamos a mi casa —dijo ella, tomando mi brazo con fuerza—. Ahí me contarás todo… lo que te paso y te entregaré las cenizas de tu madre.

Al llegar al departamento, un nudo en la garganta me dificultaba expresarme, pero aun así logré articular unas palabras:

Abby me contó que el incendio arrasó la casa en minutos y que mi madre murió atrapada en él.

Comencé a relatarle todo lo que me había sucedido. Mientras hablaba, sentí cómo la presión que me oprimía el pecho empezaba a ceder, aunque cada palabra seguía siendo un recordatorio punzante del infierno que había sufrido.

—Maldito Aiden… —murmuró Abby, con los ojos encendidos de indignación—. ¿Cómo pudo traicionarte de esa manera? Cuando lo veía mirarte, juraría que te amaba de verdad… y quizá, en el fondo, sí lo hizo. Pero aun así te lastimó.

—Sí, Abby —respondí, con la voz quebrada—. El príncipe azul que creí haber encontrado se ha transformado en mi verdugo. No me queda más que irme de este país.

—Pero, Irene… ¿a dónde piensas ir? —preguntó, con una mezcla de preocupación y tristeza.

—No lo sé —admití—. Lo único que sé con certeza es que debo salir del país… para que nada te suceda a ti.

Abby me abrazó con fuerza, y sentí cómo un poco de calor lograba consolar a mi corazón herido.

—Irene, sabes que siempre tendrás mi apoyo —susurró—. Te quiero mucho, y donde sea que vayas, estoy segura de que saldrás adelante. Eres fuerte… más de lo que crees.

Suspiré y esbocé un gesto que se aproximaba a una sonrisa, agradecida por sus palabras.

—Abby, ¿me prestas tu computador, por favor?

—Claro, ya te lo traigo —respondió.

Recordé que mi madre y yo habíamos dejado un pequeño respaldo económico. No era una fortuna, pero sería suficiente para dar mis primeros pasos hacia una nueva vida.

Mi amiga me trajo el computador. Abrí el correo electrónico, busqué entre los mensajes y al fin encontré la información que necesitaba.

Mientras tecleaba con esfuerzo, Abby regresó con un cofre: las cenizas de mi madre. Lo tomé con reverencia, acariciando su superficie intentando aferrarme aferrarme a su ausencia, mientras una lágrima silenciosa escapaba de mis ojos.

—Abby… necesito hacer una tumba para mi madre, junto a la de mi padre. ¿Podrías ayudarme, por favor? Yo cubriré los gastos. Ellos se amaban tanto… y sé que ahora querrán reunirse para toda la eternidad.

—Por supuesto, Irene —dijo Abby, con una sonrisa tierna pero llena de solemnidad—. Me encargaré de que su lápida sea hermosa. Te lo prometo.

Al despedirme de Abby, sentí que una parte de mí quedaba enterrada junto a ella.

Puede retirar el dinero, en la calle el viento rodaba mi rostro, me condujo hasta la estación de tren.

No tenía un rumbo fijo, y quizá esa era mi mejor ventaja: la incertidumbre. Lo cierto es que, al ser parte de la Unión Europea, podía moverme sin controles, sin pasaportes, sin visas… esa red invisible de libertad se convertía ahora en mi mejor aliado.

En la ventanilla la mujer del mostrador me habló:

—Destino, señorita.

Respiré hondo.

—Cuatro boletos —respondí con calma fingida—. Diferentes destinos.

La mujer arqueó una ceja, pero no dijo nada más. Solo imprimió los boletos y me los entregó. Yo los tomé.

Me senté en una banca de hierro y abrí la mano. En mi palma descansaban cuatro boletos: París, Milán, Viena, Roma.

Cerré los ojos y los apreté contra mi pecho,

Entonces, un hombre elegante se sentó a mi lado. Sus ojos se detuvieron en los boletos que aún sostenía, y también en mis lágrimas silenciosas. No dijo nada al principio; su voz grave quebró el aire, tan intensa que estremeció cada fibra de mi ser:

—El mundo pertenece a los valientes, a quienes se forjan en el dolor. Son esas almas templadas las que regresan en busca de justicia. Sea lo que sea que enfrentes, la vida acomoda las cartas y las mueve para darte una nueva oportunidad.

Sus palabras me atravesaron, provocando un escalofrío extraño, no de miedo, sino de esperanza. Luego, al ver mis boletos, añadió con una media sonrisa:

—Milán siempre es un buen destino para volver a empezar.

Se levantó poco después y se marchó, dejándome con la sensación de haber sido guiada. Aunque mis ojos, nublados por el llanto, no lograron grabar su rostro, sus palabras me ayudaron a decidir mi nuevo rumbo.

La estación bullía con murmullos y pasos apresurados, un ir y venir que contrastaba con la calma forzada que intentaba mantener. Me detuve frente al vagón, respiré hondo y, convencida, puse un pie en el primer escalón. Con cada peldaño sentía que iba dejando atrás la vida que conocía.

Al entrar, crucé el pasillo estrecho buscando un asiento junto a la ventana. Me acomodé en silencio, abrazando con fuerza mi mochila, como si en ella guardara las últimas piezas de lo que fui.

La bocina del tren resonó con estrépito, y en mi mente se repitieron las palabras de aquel hombre: «Milán siempre es un buen destino para volver a empezar.» Me aferré a esa idea, dispuesta a recomenzar, a olvidar.

Pero entonces, entre el ruido metálico y las voces de la multitud, una exclamación desgarró el aire, firme, urgente, imposible de ignorar:

—¡Irene!

Con nerviosismo gire para ver a quien pertenecía esa voz masculina.

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