Alanna Sinisterra creció creyéndo ser la hija mimada de los Sinisterra y la consentida de su hermano Miguel. Alanna debía casarse con Esteban, un hombre frío y distante, pero que, en pequeños gestos, demostraba un cuidado sutil hacia ella. Alanna, se aferró a esos detalles sin imaginar lo que el destino le tenía preparado. Todo se derrumbó cuando una empleada reveló un secreto devastador: Alanna no era una Sinisterra. Había sido intercambiada al nacer con Allison, la verdadera hija biológica de la familia. Aunque los Sinisterra intentaron mantenerla en sus vidas, Allison manipuló cada situación, haciéndola quedar como la villana. Con el tiempo, Alanna fue enviada a un convento, sufriendo maltratos y humillaciones. Años después, Miguel regresa por ella, porque Leonardo Salvatore, un poderoso empresario con sed de venganza, exige casarse con una hija de los Sinisterra. Para proteger a Allison y su posición, la familia entrega a Alanna. Leonardo es temido por todos. Su objetivo: destruir a los Sinisterra. Alanna dejó de ser la joven frágil para convertirse en una mujer fuerte y desafiante. Su rebeldía despierta en Leonardo algo que él no quiere admitir… Mientras tanto, Esteban comienza a verla con otros ojos al ver que ahora le pertenece a otro, los celos lo consumen. Aunque sigue comprometido con Allison, busca la forma de persuadir a Alanna para que rompa su compromiso. Allison no está dispuesta a perder su lugar. Manipula a la familia haciendo ver a Alanna como la mala. Leonardo, poco a poco, comenzará a ver la verdad detrás de las mentiras. Entre odios disfrazados, pasados oscuros y un matrimonio impuesto, Alanna y Leonardo jugarán un peligroso juego de poder donde la mayor amenaza no será la venganza… sino el deseo que comienza a arder entre ellos. ¿Quién ganará esta partida? ¿La venganza o el amor?
Ler maisEl convento de Santa Clara no era un lugar de redención, sino de castigo. Las paredes grises y húmedas parecían respirar opresión, y las hermanas que lo habitaban eran más guardianas que guías espirituales. Para Alanna, cada día era una batalla contra el dolor, el hambre y la humillación. Pero había un día en particular que nunca podría olvidar, el día en que su pierna fue lastimada, el día en que el convento le robó algo más que su libertad.
La hermana superiora, una mujer de rostro severo y manos duras como piedra, había tomado una especial aversión hacia Alanna. No solo porque recibía dinero de Allison para que la maltrataran, si no tal vez era porque Alanna, a pesar de todo, mantenía una chispa de rebeldía en sus ojos. O tal vez porque la hermana superiora disfrutaba ver cómo la joven que alguna vez había sido una princesa se convertía en una sombra de lo que fue.
Ese día, Alanna había sido acusada de robar una hogaza de pan. No era cierto, pero en el convento, la verdad importaba poco. La hermana superiora la arrastró hasta el patio, donde las otras hermanas y novicias observaban en silencio. "¡Mentirosa! ¡Ladrona!", gritaba la superiora, mientras golpeaba a Alanna con un bastón de madera. Alanna intentó protegerse, pero cada golpe era más fuerte que el anterior.
El último golpe fue el peor. El bastón se estrelló contra su pierna derecha con un crujido sordo. Alanna cayó al suelo, y aunque era fuerte grito de dolor. Sentía como si su pierna estuviera ardiendo, como si el hueso se hubiera partido en dos. Las hermanas la dejaron allí, tirada en el suelo, mientras la hermana superiora decía: "Así aprenderás a no robar".
Horas más tarde, el frío de la celda se colaba por los huesos de Alanna, como si las paredes de piedra del convento conspiraran para recordarle que ya no era la joven mimada que alguna vez había sido. La luz de la luna entraba por una pequeña ventana con barrotes, iluminando apenas su figura encogida en el suelo. Sus manos, antes delicadas y cuidadas, ahora estaban llenas de moretones y callos. Pero no era eso lo que más le dolía. Era la pierna, su pierna derecha, que había sido golpeada con saña por la hermana superiora. Cada respiro le provocaba un dolor agudo, como si el hueso estuviera a punto de romperse.
Alanna cerró los ojos y trató de concentrarse en algo que no fuera el dolor. Pero en lugar de alivio, su mente la traicionó, llevándola de vuelta a su vida anterior, a ese mundo de lujos y comodidades que ahora parecía un sueño lejano.
Era la hija única de Helena y Alberto Sinisterra, una familia poderosa y respetada. Su infancia había sido un cuento de hadas: vestidos de seda, fiestas en mansiones, y la adoración de sus padres. Miguel, su hermano mayor, había sido su protector y su mejor amigo. Él siempre estaba ahí, con una sonrisa cálida y un brazo fuerte para sostenerla cuando tropezaba. "Nadie te hará daño mientras yo esté aquí", le decía, y Alanna le creía.
Luego estaba Esteban. Su prometido. Un hombre frío y calculador, como correspondía a alguien de su posición. Al principio, Alanna había aceptado el compromiso como un deber familiar, pero poco a poco, algo en Esteban comenzó a cambiar. O tal vez era ella quien cambiaba. Recordaba cómo él le tomaba la mano en público, cómo le colocaba su chaqueta sobre los hombros cuando hacía frío, cómo sus ojos, siempre tan serios, se suavizaban cuando la miraban. "Tal vez él sí me quiere", pensaba Alanna, permitiéndose soñar con un futuro juntos.
Pero todo se derrumbó el día en que una empleada de la casa, una mujer de rostro cansado y manos callosas, confesó la verdad. Veintiún años atrás, había dado a luz a una bebé el mismo día que Helena. En un acto de desesperación, había intercambiado a las niñas. Alanna no era una Sinisterra. Era hija de esa mujer, de esa sirvienta. Y Allison, la verdadera hija de Helena y Alberto, había sido criada en la pobreza.
El mundo de Alanna se desmoronó. Sus padres, aunque intentaron seguir queriéndola, comenzaron a distanciarse. Allison, por su parte, era todo lo que Alanna no era: astuta, manipuladora y llena de resentimiento. "Tú no tienes sangre Sinisterra", le decía Allison con una sonrisa cruel. "Deberías estar fregando pisos, no viviendo aquí". Pero frente a los demás, Allison era dulce y amable, siempre dispuesta a fingir cariño hacia Alanna mientras sembraba semillas de duda en la mente de sus padres.
La gota que colmó el vaso fue la fiesta en la playa. Allison la llevó hacia el mar, lejos de las miradas curiosas. "Eres una intrusa", le susurró, su voz cargada de odio. "Nunca deberías haber estado aquí". Alanna intentó defenderse, pero Allison era más fuerte. De repente, Allison comenzó a gritar, llamando la atención de todos. Cuando la familia llegó, Allison se lanzó al agua, simulando que Alanna la había empujado.
Lo que más le dolía era recordar cómo Esteban, su prometido, había saltado al agua para rescatar a Allison. "¡Allison no sabe nadar!", había gritado alguien, y Esteban no dudó. Alanna lo vio nadar hacia Allison, la vio abrazarse a él, y sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos. Esteban ni siquiera la miró. Para él, como para todos los demás, Alanna era la villana de la historia.
Sus padres, cegados por la culpa y el remordimiento, decidieron enviarla al convento. "Es por tu bien", le dijeron. "Necesitas reflexionar y cambiar". Pero Alanna sabía la verdad: ya no tenían lugar para ella en sus vidas.
Cinco años. Ese era el tiempo que Alanna había pasado entre las frías paredes del convento, lejos del mundo que alguna vez había conocido. Cinco años de golpes, humillaciones y silencio. Pero también cinco años de aprendizaje, de resistencia, de crecimiento. Alanna ya no era la joven ingenua que había llegado allí, asustada y confundida. El convento, con su crueldad implacable, había sido su forja, y ella había emergido como una mujer endurecida, decidida y lista para enfrentar lo que fuera necesario.
En ese tiempo, Alanna había aprendido a controlar sus emociones, a no dejar que el dolor la dominara. Cada golpe, cada insulto, cada noche de frío y hambre la habían hecho más fuerte. Ya no lloraba en silencio, ya no suplicaba compasión. En su lugar, había encontrado una fuerza interior que ni siquiera ella sabía que poseía. "Nadie más me hará daño", se repetía cada mañana, mientras se levantaba de su dura cama y enfrentaba otro día. El convento no la había quebrantado; la había transformado. Y ahora, Alanna estaba lista para reclamar su lugar en el mundo, con la cabeza en alto y el corazón blindado.
Allison entró al baño a toda prisa, empujando la puerta con tal fuerza que estuvo a punto de rebotarle en la cara. El pasillo, impregnado de un olor ácido y penetrante, aún conservaba el rastro de su paso. Algunos empleados se miraban entre sí con desconcierto, pero nadie se atrevía a decir nada. No en voz alta.—¡Maldita sea! —murmuró entre dientes, sintiendo un nuevo retortijón en el estómago.Se metió en el primer cubículo disponible, tiró su bolso al suelo sin cuidado y apenas logró bajar la cremallera de su vestido antes de sentarse con desesperación. Entonces, comenzó la verdadera pesadilla.El sonido que salió de su cuerpo no era humano. Parecía un motor descompuesto mezclado con el rugido de una tormenta. Allison apretó los dientes, contuvo un grito de dolor y apoyó la frente contra la puerta del baño. El sudor frío le recorría la espalda.Cada segundo se volvía más humillante. El eco dentro del baño aumentaba la vergüenza. Creía estar sola, pero de pronto, escuchó pasos. Algu
Alanna dejó la botella sobre el escritorio con una mezcla de confusión y alerta. El olor que emanaba no se parecía en nada al aroma habitual del agua mineral que acostumbraba beber. No era fuerte, pero sí lo suficientemente peculiar para encender todas las alarmas de su instinto. Caminó de un lado a otro en la oficina, recordando cada movimiento desde que entró. ¿Acaso alguien había manipulado sus cosas?No tardó en tomar el teléfono y marcar directamente a seguridad. Su tono fue firme, autoritario, sin margen de negociación.—Quiero que me muestren las grabaciones de las cámaras de seguridad de mi oficina —dijo con tono firme—. Desde anoche hasta esta mañana. No... desde ayer en la tarde. Lo más pronto posible. Y que sea en mi oficina.Colgó sin esperar respuesta, algo poco común en ella. Caminó de un lado al otro del lugar, con los brazos cruzados, tragando saliva mientras la rabia se agolpaba en su garganta. No era miedo lo que sentía, era furia. ¿Quién se había atrevido a cruzar e
La mañana llegó más rápido de lo que esperaban. En la empresa Sinisterra, el ambiente se sentía tenso, casi enrarecido. Había un aire espeso de ansiedad recorriendo los pasillos. Todos caminaban con prisa, algunos en silencio, otros murmurando con cautela. Nadie quería ser el blanco del mal humor de Alberto, que desde que perdió el control de la empresa había vuelto a su viejo estado irascible, insoportable. Mientras tanto, Miguel caminaba por los pasillos con expresión sombría, aún dolido por las palabras frías y cortantes de Alanna, que la noche anterior le habían dejado claro que no lo consideraba su hermano, sino un traidor más.Allison, en cambio, parecía más compuesta. Había dormido poco, sí, pero había despertado con una decisión férrea quemándole en el pecho. Estaba harta. Cansada de ver cómo, pese a todos sus intentos, Alanna seguía firme, intocable, fuerte. Como si todo lo que había hecho para destruirla no hubiese servido para nada. Esa seguridad de Alanna la enfurecía. Esa
La jornada había sido larga, extenuante. El ambiente dentro de la empresa Sinisterra era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Desde la mañana, cada llamada, cada reunión, cada correo electrónico había sido un recordatorio cruel de que las cosas ya no eran como antes. Las decisiones importantes no pasaban por sus manos, y eso le carcomía el alma a Alberto.Al final del día, Alberto llegó a su casa con el rostro desencajado. Sus pasos pesaban como si arrastrara cadenas invisibles. Tiró su maletín sobre el sofá y se dejó caer en el sillón más cercano sin siquiera quitarse el saco. Tenía los ojos vidriosos, pero no por tristeza… sino por furia contenida.—¡Maldito sea Leonardo! —gruñó entre dientes, mientras se pasaba las manos por el rostro.Había perdido el control de la empresa. Su empresa. Aquella que había sido el legado de su padre, el símbolo de poder y orgullo de la familia Sinisterra. Ahora estaba en manos de un hombre al que detestaba con cada fibra de su cuerpo. No sop
Miguel caminaba por el pasillo de mármol con el ceño fruncido y las manos cerradas en puños. A pesar de haber salido de la oficina de Alanna hace apenas un par de minutos, sentía como si hubiera sido arrastrado por un torbellino emocional. Su hermana no solo lo había rechazado, lo había destrozado con palabras heladas que aún resonaban en sus oídos como cuchillas: “Para mí, eres escoria.”Se detuvo un instante frente al ascensor. Respiró hondo, apretó los labios y cerró los ojos. Debía recomponerse. No podía dejar que Allison notara que, por primera vez, su seguridad había sido sacudida. Pero fue inútil.Allison ya lo había visto.—¿Qué hacías con ella? —preguntó con una sonrisa ladina mientras se apoyaba contra la pared, con los brazos cruzados y la barbilla ligeramente levantada—. Te vi entrar a su oficina. ¿Acaso le llevaste flores también?Miguel disimuló su incomodidad ajustando el cuello de su chaqueta. —¿Le diste chocolates? No me digas que te pusiste sentimental. —Le arrebató
La mañana avanzaba lentamente en la empresa de los Sinisterra . A través de los ventanales, el sol apenas filtraba su luz entre las nubes grises, como si el cielo también dudara si merecía iluminar aquel lugar. Alanna estaba sentada en su oficina, con la espalda recta, la mirada fija en la pantalla del portátil y la expresión impasible de siempre. Ni un gesto, ni una emoción cruzaba su rostro. Parecía esculpida en hielo.Tocaron la puerta una sola vez, y antes de que ella pudiera responder, esta se abrió lentamente.—Hola, Alanna —dijo Miguel, con un tono suave, casi temeroso, mientras entraba cargando una pequeña caja entre sus manos.Alanna ni siquiera levantó la mirada. Sus dedos seguían danzando sobre el teclado con calma calculada.—¿Qué necesitas?—No vengo por trabajo —respondió él, intentando esbozar una sonrisa torpe—. Pensé que… tal vez te gustaría esto.Miguel se quedó de pie frente a su hermana, con la caja de chocolates en las manos, como si fueran una ofrenda sagrada, co
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