El amanecer llegó con olor a chocolate caliente y el estruendo de juguetes chocando en el piso. La casa de Barak, normalmente ordenada y con ecos de disciplina militar, parecía una zona de guerra de caricatura: pañales abiertos sobre la mesa, biberones olvidados en el sofá, mochilas tiradas y un perro pequeño ladrando a todo pulmón. Ni siquiera sabían cómo había llegado ese animal a la casa.
Kenji se levantó primero, con la camiseta torcida y el cabello hecho un desastre. Kai, en cambio, ya estaba despierto, con una paciencia que mezclaba picardía y complicidad, sosteniendo al bebé en brazos mientras tarareaba una canción para que dejara de llorar.
—No pensé que extrañaría las persecuciones y tiroteos. —Gruñó Kenji mientras buscaba café.
—Yo tampoco. —Respondió Barak desde la cocina, abriendo con el codo un frasco de compota. —Pero esto… esto es otra liga. —Negó al borde de la locura.
En la mesa del comedor había restos de la batalla del desayuno: cajas de cereal volcadas, pastelit