Había pasado una semana desde que Julieta despertó en aquella cabaña, rodeada de silencio y de un hombre que juraba ser su esposo.
Markus la cuidaba con devoción, le hablaba con dulzura y se esforzaba en cada gesto por ganarse su confianza, pero Julieta no lograba sentirse en paz.
Cada mañana despertaba con la sensación de que algo no encajaba, como si su vida estuviera hecha de fragmentos que no pertenecían al mismo rompecabezas y, aunque Markus la colmaba de atenciones, flores y palabras dulces, su corazón, sin saber por qué, no respondía del mismo modo.
Markus lo notaba, lo veía en la manera en que ella apartaba la mirada cuando él intentaba besarla, o en cómo se tensaba cada vez que él la tomaba de la mano.
Esa noche, mientras el viento golpeaba las ventanas, Markus entró en la habitación con dos copas de vino. Julieta estaba sentada frente al fuego, leyendo uno de los libros que él le había comprado.
—Pensé que te gustaría brindar por nuestra nueva vida. —Dijo él, con una sonrisa