El ambiente dentro del auto era denso, casi irrespirable. Salvatore no había parado de hablar desde que me recogió en la entrada del instituto. Su tono no era altanero ni autoritario, era protector, pero cargado de una frustración contenida que pesaba como una piedra entre nosotros.
—¿Cómo se te ocurre salir sin avisar, Ludovica? —me espetó por cuarta vez, y aunque su voz no era alta, cada palabra golpeaba como un látigo—. ¿Tienes idea de lo que podría haberte pasado?
Miré por la ventana, con la frente pegada al cristal helado. El cielo se había nublado y la tarde caía sobre Sicilia como una manta espesa. Me sentía como una niña regañada, pequeña, torpe. Y lo peor era que tenía razón.
—Solo quería salir a tomar aire, despejarme… No pensé que…
—Ese es el problema —me interrumpió, con los ojos fijos en la carretera—. No pensaste. Aquí no estamos jugando a ser adultos. Esto no es un juego de niños, Ludovica. Aquí hay gente que te quiere ver fuera del camino.
Giré la cabeza hacia él. Su m