Pasaron unas horas después de la visita de Elisabetta, pero no encontré descanso ni en la noche ni en los brazos de Teresa, ni siquiera en el silencio que reinaba en la casa. Me revolví en la cama como si las sábanas estuvieran hechas de ortigas. La imagen de Gabriele con esa mujer en sus piernas, las luces rojas y tenues de ese lugar maldito, y su sonrisa... Esa sonrisa que alguna vez había sido solo mía, aparecía como un tatuaje ardiendo en mi memoria.
Intenté llamarlo. Una, dos, cinco veces. Pero nada. Silencio. El celular sonaba hasta que el buzón de voz contestaba con frialdad. Su voz grabada —una que antes me hacía sonreír— ahora me perforaba el pecho. No había respuesta. No había mensajes. No había señales.
Desesperada, volví a intentarlo una vez más. Pero esta vez marqué el número de Gerónimo. Tal vez él sabría algo. Tal vez podría decirme dónde estaba Gabriele, si seguía bien, si todo esto era parte de ese secreto que se empeñaba en ocultarme desde que se marchó.
La llamada c