El dolor era sordo y palpitante. Me golpeaba la nuca con fuerza, como si una campana resonara dentro de mi cráneo, el dolor era insoportable. Traté de abrir los ojos, pero la luz me taladró los párpados cerrados. Olía a humedad, a metal oxidado, a encierro. Respiré hondo, intentando que el miedo no me tomara por asalto.
No sabía dónde estaba. Lo último que recordaba era la metralla rompiendo la calma de aquella carretera, sacando luego del choque a Salvatore hacia esos arbustos, luego el sonido de llantas que llegaban, correr hacia donde estábamos para tratar de alcanzar el arma, un grito, luego oscuridad.
Cuando logré enfocar, a pesar del dolor, supe que no era un sueño. Las paredes que me rodeaban eran de hormigón crudo, con grietas que dejaban ver rastros de moho y sangre seca. No había ventanas. Una bombilla amarilla colgaba del techo por un cable deshilachado, parpadeando a intervalos, como burlándose de mi conciencia recobrada.
Me incorporé lentamente. La cabeza me martillaba,