La llamada llegó en medio de la tarde, mientras cortaba cáscaras de naranja para una confitura que Teresa me había enseñado a preparar. El celular vibró sobre la encimera de mármol. El corazón me dio un vuelco cuando vi su nombre iluminando la pantalla. Gabriele.
Contesté al instante, con las manos temblorosas, la voz atrapada en la garganta.
—¿Gabriele?
—Amore… —Su voz, ronca y profunda, fue un golpe directo al pecho. Sonaba cansado, como si no hubiera dormido en días.
Me apoyé contra la isla de la cocina, sintiendo que el aire se espesaba.
—¿Estás bien? ¿Dónde estás? ¿Cuándo vuelves?
—Voy a llegar pronto. Pero necesito que me escuches con atención, Ludovica —dijo, con esa firmeza suya que me congelaba y me hacía sentir segura al mismo tiempo—. No hagas nada fuera de tu rutina. No salgas sin Salvatore. Confía en él y sigue sus instrucciones al pie de la letra. ¿Entendido?
—Sí, pero… ¿Qué está pasando, Gabriele? Me estás asustando…
—No puedo decir mucho. Solo prométeme que harás lo qu