Los días sin Gabriele no fueron días. Fueron intervalos suspendidos entre respiraciones largas, pensamientos que no encontraban descanso y silencios que me acompañaban como una sombra más. Me despedí de él al amanecer, con el rostro contra su pecho y los labios sellados de palabras que se quedaron atascadas en la garganta. No quise llorar delante de él. No quise mostrarle cuánto miedo tenía. Y aun así, él lo supo. Porque me sostuvo con una delicadeza que me rompió y me reconstruyó en un solo gesto.
La casa, sin su presencia, era un eco. Caminaba por los pasillos con las manos cruzadas contra el pecho, buscando su olor en las habitaciones, como si pudiera atraparlo entre los pliegues de las sábanas o entre los libros de la biblioteca. Todo estaba como él lo había dejado, pero nada tenía sentido.
El primer día fue el más difícil. La noche anterior habíamos dormido abrazados, con sus dedos enredados en mi cabello y sus palabras en mi oído.
— Te amo, Ludovica. Te juro que volveré —lo cre