Fueron cinco días que se sintieron como un soplo de aire fresco en medio del caos. Gabriele y yo nos habíamos marchado sin mirar atrás, con el corazón todavía palpitando por la reconciliación reciente, pero también con el firme propósito de reconectarnos en cuerpo, alma y deseo. Él lo planeó todo con una determinación que me hizo comprender cuánto deseaba recuperar cada instante perdido entre nosotros.
El lugar que escogió era un rincón alejado del mundo, una villa pequeña entre colinas cubiertas de un lago y lavandas, donde el tiempo parecía transcurrir más lento. No había teléfonos que sonaran, ni llamadas urgentes, ni interrupciones. Solo nosotros. Y eso bastó.
Cada mañana, despertaba con sus brazos rodeándome, su aliento cálido en mi cuello, su presencia tan presente que me hacía olvidar cualquier herida del pasado. Gabriele parecía otro hombre: más suave, más atento, más dispuesto a mirarme sin filtros. Cocinábamos juntos, leíamos en la terraza con vistas a los campos, nos bañába