El primer día de regreso al Instituto fue una mezcla de emociones que apenas podía describir. Me había preparado la noche anterior con una mezcla de ansiedad y entusiasmo que me tuvo casi sin dormir. Elegí mi ropa con esmero, quería sentirme segura, pero también natural. El uniforme del Instituto Gastronómico era sencillo, pero llevaba mi nombre bordado en el delantal blanco, como una declaración pequeña y silenciosa de que estaba volviendo a vivir mi sueño.
Gerónimo fue el encargado de llevarme aquella mañana. Estaba puntual, como siempre, con esa actitud de guardaespaldas silencioso, pero presente, sin decir demasiado, pero con una mirada que lo observaba todo. Me saludó con un asentimiento de cabeza y una leve sonrisa, y me abrió la puerta del auto como si yo fuera una reina.
Pero quien estaría conmigo durante el día, acompañándome como sombra, era Salvatore. Había sido idea suya, o al menos eso me dijeron. “Para que estés cómoda”, fue la explicación oficial. Y yo, sinceramente, me