A veces uno se prepara para enfrentar a sus enemigos más crueles, para desafiar al poder, al consejo, al peligro, incluso a la muerte. Pero nunca se prepara para ver apagarse la luz de la mujer que ama.
Después de aquella noche en el restaurante, Ludovica dejó de ser la misma. No me lo dijo con palabras. Ni siquiera necesitó hacerlo. Su silencio lo gritaba todo. Esa mirada ausente, ese andar lento, la forma en que se encerraba en nuestra habitación, como si ahí pudiera resguardarse de algo que ya le habitaba por dentro. Era como si alguien hubiese abierto una grieta en su pecho y por ahí se hubiera escapado toda su energía. Toda su fe.
Y me odié por eso.
Me odié por haberla expuesto. Por no haber previsto que mi padre estaría allí. Por haberle prometido que podía con todo y no haber sido capaz de protegerla de una sola cena. De un solo comentario. Pero sobre todo me odié por no saber cómo devolverle la sonrisa. Porque esa sonrisa de Ludovica no era solo suya. Era la que sostenía esta