Desde el balcón de la casa, el aire de la tarde traía consigo el eco de risas infantiles. Me apoyé en la baranda, con una copa de vino en la mano, observando a Ludovica correteando con sus hermanos por el jardín. Ginebra y Mattia no paraban de reír, y Ludovica, con el cabello suelto al viento, parecía una niña más. Era difícil imaginar que esa misma mujer, apenas tres meses atrás, había estado a punto de ser secuestrada. Mucho menos que ahora pudiera desarmar a un hombre armado en cuestión de segundos.
—Ella siempre fue así —dijo una voz suave a mi lado.
Volteé y vi a Antonia, su madre, apoyada también en la baranda, con una taza de té entre las manos. Llevaba una expresión serena, pero sus ojos estaban llenos de pensamientos profundos. La invité a quedarse con un gesto, y por un momento compartimos el silencio, contemplando a sus hijos en juego.
—¿Así cómo? —le pregunté finalmente.
—Una soñadora —respondió—. Pero no una de esas que vive en las nubes. No. Ludo siempre ha sido una soña