No lo había dicho en voz alta, pero contaba los días desde aquella noche en que Ludovica, envuelta en una toalla, me miró como si yo fuera su refugio. Contaba los días, las horas, las veces en que sus manos recorrieron mi pecho y sus palabras rozaron mi alma. Desde aquel intento de secuestro, todo había cambiado. Ella había cambiado.
Ya no era la joven la que llegó a buscar con recelo, envueltas en miedos. Era otra. Una mujer fuerte, ágil, precisa. Letal. Gerónimo no paraba de bromear con eso.
—Amigo, ¿cómo se siente dormir con un arma letal al lado? —me dijo una vez mientras entrenaban en el campo de tiro—. Trata de no hacerla enojar, mira que no saldrías muy bien librado de ese enfrentamiento.
Nos reímos los dos, claro. Pero en el fondo, tenía razón.
Ludovica se había convertido en algo que ni ella imaginaba. A veces, cuando la miraba entrenar con esa mirada fija y determinada, pensaba en lo injusto que había sido el mundo con ella. Le habían arrebatado su vida normal. Pero ella, en