El vapor aún flotaba en el aire como una neblina suave y cálida cuando salimos del baño. Me envolví en una toalla y sentí el contraste del frescor en la piel que ya empezaba a secarse. Gabriele, detrás de mí, se secaba el cabello con otra toalla más pequeña mientras me miraba por el espejo con esa expresión suya que no sabía si era admiración, deseo o una mezcla peligrosa de ambas cosas.
Me reí en silencio. Qué irónico que un combate con él —tan físico, tan desafiante, tan tenso— hubiera terminado encendiendo una llama tan intensa entre nosotros.
No fue inmediato. Hubo espacio para el silencio, para los gestos más sencillos: una mirada, un roce al pasarle la camiseta, una sonrisa que duró más de lo necesario. Pero fue inevitable. El deseo, la necesidad, las emociones desbordadas… todo nos llevó a esa noche. Y esa noche fue todo.
Ahora, sin embargo, estábamos en una calma dulce, de esas que solo llegan después de haber gritado con el cuerpo todo lo que el alma no sabe explicar. Estába