Nunca pensé que llegaría el día en que me vería en una situación como esa. Gerónimo era insistente, lo sabía desde que lo conocí, pero su capacidad de persuasión cuando tenía una idea en mente era sencillamente inquebrantable. Ya me lo había mencionado en uno de nuestros entrenamientos: “Necesito que Gabriele vea lo que estás haciendo, que entienda de primera mano por qué es tan importante que se tome esto en serio.” Al principio creí que se trataba de una simple charla, un plan a futuro, pero cuando me lo reiteró con los ojos encendidos, comprendí que no iba a dejarlo pasar.
—Quiero que venga al próximo entrenamiento —me dijo con determinación—. Y no solo para mirar. Quiero que participe.
Yo levanté una ceja. ¿Gabriele, entrenando conmigo? Sonaba a una mala idea… o a una muy buena.
—¿Tú crees que va a aceptar? —le pregunté.
—Claro que sí —respondió con seguridad—. Lo conozco. Le va a picar el orgullo.
Y por supuesto, así fue.
Un par de días después, Gerónimo lo abordó durante una cen