El trayecto de regreso fue extraño. No tenso… pero sí lleno de cosas no dichas. Yo no hablaba. No porque estuviera mal, sino porque había demasiado dentro de mí, latiendo, creciendo, agolpándose contra el pecho como una estampida de emociones. Y Gabriele… bueno, él tampoco decía demasiado. Desde el asiento trasero, junto a mí, daba instrucciones en voz baja por su celular, pero no dejaba de tocarme.
Gerónimo iba al volante. Su perfil recortado por el reflejo de la luna a través del vidrio proyectaba una imagen imponente, sobria. Su mandíbula apretada hablaba por él. Lo conocía poco, pero bastaba con mirarlo para entender que la situación lo había afectado tanto como a Gabriele. Su mejor amigo, su jefe. Y yo… yo, esa chica que hace no tanto se sentía un adorno más en la vida del capo, una prisionera y ahora. ¡Qué lejos estaba ya de eso!
Gabriele no se despegaba. En ningún momento. Me tomaba la mano, me acariciaba los dedos con una dulzura que no cuadraba con su imagen de hombre de acer